sábado, 18 de junio de 2016
El techo que nos cobijaba
ARTURO LUNA BRICEÑO
Recuerdo de mi infancia, y con especial cariño, la casa de mi padrino, Pepe Luna, que vivía y tenía un despacho de aceite y una almonia (una fábrica de jabones) en su casa de la Calle Ancha esquina a la Rambilla. Me gustaba ir y ver como hacían el jabón y lo cortaban en bloques sobre el que pasaban un rodillo de huecograbado que les dejaba impreso el nombre de la fábrica.
De esa casa no queda nada. El tiempo la transformó como ha hecho con más del noventa por ciento de las casas antiguas de Pozoblanco. En el Catastro de Ensenada en 1754 declararon: “Que en esta población habrá nueve y cientas casas habitables. Una arruinada. Seis movidas a solares. Treinta y nueve pajares. Y un Pozo de Nieve”.
Durante la Guerra Civil de 1936 a 1939 Pozoblanco sufrió 112 bombardeos aéreos y muchos edificios fueron derruidos.
Pero a partir de los años 50 del siglo pasado comenzó la fiebre de la piqueta, y sin criterio ni control, muchas casas que debieron ser restauradas y conservadas se echaron abajo. Con ello se nos fueron bellos rincones. A muchos nos dejaron nuestros recuerdos sin el marco en el que transcurrió nuestra niñez. El lugar donde aprendimos a enamorarnos y a otros la tranquilidad de una acera y una puerta donde charlar al fresco las noches veraniegas. Por eso hoy, aprovechando mis viejas fotografías, voy, lleno de nostalgia, a visitar una vieja casa como las que nos cobijaron.
Las casas antiguas tenían una puerta de doble hoja y una o dos ventanas muy pequeñas en su fachada. Tras la puerta seguía un pasillo bordeado por una acera de losas de barro cocido. La vereda de la casa se solaba cada cierto tiempo con un mortero que se elaboraba con tierra, paja fina y cagarreta de vaca. Esta mezcla era un suelo resistente capaz de soportar las herraduras de las bestias cuando entraban a la cuadra. A cada lado de este camino estaban los dormitorios y tras ellos la cocina o la solera sobre la que se hacía la candela, que elevaba sus humos a través de una amplia chimenea de campana donde se ahumaban las matanzas.
Al calor del fuego, que era perenne en invierno, y viendo como salía el vapor del caldero de cobre que colgaba de las llamas, se pasaban los ratos de asueto y charla. La llaras eran unos ganchos que colgaban de una cadena asida en la chimenea.
Bajo ellas y el caldero, junto al tronco de encina sobre el que se armaba la candela, cocía lentamente el potaje o el cocido en un puchero de barro “vedrío” o de hierro esmaltado con porcelana, casi siempre, “esconchao” por los muchos servicios prestados.
Y algo más retirada de la candela, la mesa camilla con su brasero, que era alimentado por las brasas de la candela, y dándole marco: la cantarera.
Las cantareras de obra, las que se hacán sobre lanchas de granito y arcos de medio punto, eran una de las piezas arquitectónicas más singulares que el arte de los alarifes ha dejado en Pozoblanco. Sobre ella y a tres niveles, se encontraba todo el menaje de lujo que había en una casa pobre, (pero decente), de mi pueblo.
En la solera de granito de la parte baja, se colocaban los herrones, los lebrillos y las tinajas. En la piedra central, una magnifica balda de granito labrado, se depositaban los cantaros. Vasijas panzudas de barro rojo, fabricadas en los alfares de Pozoblanco, los últimos que trabajaron el barro rojo en Andalucía. Los cantaros fueron los héroes que mantuvieron el agua fresca y vital en una tierra seca y con pocas aguas potables, que no fueran gordas. Aguas gordas eran casi todas las de los pozos de Pozoblanco, y se les llamaba así por un sabor duro que se agarraba a la garganta. Por eso había que ir a buscar el agua a las fuentes de aguas finas. Las que manaban de los filones de cuarcita y no en los lastrales de granito.
Para acarrearla se llevaban los cantaros de un asa en las aguaderas que se cargaban a lomos de las bestias o del burro. Los que no tenían estos medios, lo hacían a mano, principalmente las mujeres que se colocaban una ruilla en la cabeza y encima el cántaro con su arroba de agua dentro.
No entiendo como en Pozoblanco no se le ha hecho un monumento al cántaro. Se lo han hecho al agua del tubo, que era el que llenaba el cántaro, pero no al recipiente que la recibía, conservaba y la servía al sediento. Mala cosa es que un pueblo no se acuerde de la sed pasada y del gran aliado que ayudó a mitigarla.
Recuerdo de mi infancia, y con especial cariño, la casa de mi padrino, Pepe Luna, que vivía y tenía un despacho de aceite y una almonia (una fábrica de jabones) en su casa de la Calle Ancha esquina a la Rambilla. Me gustaba ir y ver como hacían el jabón y lo cortaban en bloques sobre el que pasaban un rodillo de huecograbado que les dejaba impreso el nombre de la fábrica.
De esa casa no queda nada. El tiempo la transformó como ha hecho con más del noventa por ciento de las casas antiguas de Pozoblanco. En el Catastro de Ensenada en 1754 declararon: “Que en esta población habrá nueve y cientas casas habitables. Una arruinada. Seis movidas a solares. Treinta y nueve pajares. Y un Pozo de Nieve”.
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Interior de la casa con techumbre de madera de pino. /ARTURO LUNA
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Durante la Guerra Civil de 1936 a 1939 Pozoblanco sufrió 112 bombardeos aéreos y muchos edificios fueron derruidos.
Pero a partir de los años 50 del siglo pasado comenzó la fiebre de la piqueta, y sin criterio ni control, muchas casas que debieron ser restauradas y conservadas se echaron abajo. Con ello se nos fueron bellos rincones. A muchos nos dejaron nuestros recuerdos sin el marco en el que transcurrió nuestra niñez. El lugar donde aprendimos a enamorarnos y a otros la tranquilidad de una acera y una puerta donde charlar al fresco las noches veraniegas. Por eso hoy, aprovechando mis viejas fotografías, voy, lleno de nostalgia, a visitar una vieja casa como las que nos cobijaron.
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Jambrilla. |
Las casas antiguas tenían una puerta de doble hoja y una o dos ventanas muy pequeñas en su fachada. Tras la puerta seguía un pasillo bordeado por una acera de losas de barro cocido. La vereda de la casa se solaba cada cierto tiempo con un mortero que se elaboraba con tierra, paja fina y cagarreta de vaca. Esta mezcla era un suelo resistente capaz de soportar las herraduras de las bestias cuando entraban a la cuadra. A cada lado de este camino estaban los dormitorios y tras ellos la cocina o la solera sobre la que se hacía la candela, que elevaba sus humos a través de una amplia chimenea de campana donde se ahumaban las matanzas.
Al calor del fuego, que era perenne en invierno, y viendo como salía el vapor del caldero de cobre que colgaba de las llamas, se pasaban los ratos de asueto y charla. La llaras eran unos ganchos que colgaban de una cadena asida en la chimenea.
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Cantarera típica de los Pedroches en las casas antiguas, con poyete de granito, arco de medio punto para el chinero. /ARTURO LUNA
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Bajo ellas y el caldero, junto al tronco de encina sobre el que se armaba la candela, cocía lentamente el potaje o el cocido en un puchero de barro “vedrío” o de hierro esmaltado con porcelana, casi siempre, “esconchao” por los muchos servicios prestados.
Y algo más retirada de la candela, la mesa camilla con su brasero, que era alimentado por las brasas de la candela, y dándole marco: la cantarera.
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Alfarería. |
Las cantareras de obra, las que se hacán sobre lanchas de granito y arcos de medio punto, eran una de las piezas arquitectónicas más singulares que el arte de los alarifes ha dejado en Pozoblanco. Sobre ella y a tres niveles, se encontraba todo el menaje de lujo que había en una casa pobre, (pero decente), de mi pueblo.
En la solera de granito de la parte baja, se colocaban los herrones, los lebrillos y las tinajas. En la piedra central, una magnifica balda de granito labrado, se depositaban los cantaros. Vasijas panzudas de barro rojo, fabricadas en los alfares de Pozoblanco, los últimos que trabajaron el barro rojo en Andalucía. Los cantaros fueron los héroes que mantuvieron el agua fresca y vital en una tierra seca y con pocas aguas potables, que no fueran gordas. Aguas gordas eran casi todas las de los pozos de Pozoblanco, y se les llamaba así por un sabor duro que se agarraba a la garganta. Por eso había que ir a buscar el agua a las fuentes de aguas finas. Las que manaban de los filones de cuarcita y no en los lastrales de granito.
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Casa del Siglo XVII.
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Para acarrearla se llevaban los cantaros de un asa en las aguaderas que se cargaban a lomos de las bestias o del burro. Los que no tenían estos medios, lo hacían a mano, principalmente las mujeres que se colocaban una ruilla en la cabeza y encima el cántaro con su arroba de agua dentro.
No entiendo como en Pozoblanco no se le ha hecho un monumento al cántaro. Se lo han hecho al agua del tubo, que era el que llenaba el cántaro, pero no al recipiente que la recibía, conservaba y la servía al sediento. Mala cosa es que un pueblo no se acuerde de la sed pasada y del gran aliado que ayudó a mitigarla.
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La ramblilla. |
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