sábado, 25 de junio de 2016

Los viajes

Los primeros viajes que hacíamos eran las excursiones al campo con el colegio. Llevábamos aquellas cantimploras que nos mantenían el agua fresquita. Parecía que íbamos a otro mundo y tan solo era un campo cercano en el que íbamos como Boy Scout. 

Luego llegaron esos viajes a ciudades extrañas en autobús donde al pasar por cada pueblo teníamos la sensación de estar en lugares distintos a nuestra vida. Los bares donde parábamos parecían tener cosas diferentes a los bares de nuestro pueblo. Nos llamaba la atención al llegar una ciudad, el tráfico por todos lados, las enormes vallas de publicidad donde los personajes eran enormes, el correr de la gente, su acento, el pasar de las cosas por la ventanilla. Éramos como unos extraños en un lugar desconocido que parecía el paraíso pero en el que no nos sentíamos del todo cómodos. Estábamos fuera de nuestro lugar. El viaje duraba lo que duraba el recuerdo de las cosas que nos habían sorprendido. Un día recuerdo que dije que quería ser viajero. Una profesión en la que descubriría lugares, muchos lugares. Cosas de la infancia.  Viajero no es una profesión, solo una ilusión de niños en esas imaginaciones que uno tiene en sus primeros años de vida.



Antes los pueblos de Los Pedroches no se descubrían ni en un día, ni en dos, ni en una semana ni en un mes.  La sensación que teníamos en la infancia era que la gente de cada pueblo de Los Pedroches eran unos desconocidos. Parecía como si vivieran en otro mundo diferente al nuestro a pesar de la proximidad. Luego cuando coincidíamos con ellos en el Instituto veíamos que eran vecinos que también tenían que ir a Córdoba a las cosas urgentes y que eran de la zona aunque vivieran a unos kilómetros.

Los viajes de entonces fuera de nuestro territorio eran de muchas horas en el autobús, de madrugones para salir a cualquier sitio, de viejos bolsos de dos asas, de hoteles que olían a jabón, de ir en grupo, de no perderse de los otros, de bocadillos envueltos en papel albal. A mí siempre me gustó ir siempre en los asientos de atrás del autocar para ser más libre. Tenía la sensación que en los asientos delanteros todo estaba más controlado. ¡Qué cosas!

Lo que más me gustaba en el viaje es ver amanecer en el kilómetro y sitio que te tocara,  las montañas que salían a nuestro paso, el soplar del aire fresco de la mañana, el discurrir lento de la vida mirándola desde la ventanilla de un autobús y el cielo que en los viajes parecía que lo teníamos más cerca pues nunca nos abandonaba en  nuestro camino.

El viajar para mí siempre ha sido libertad. Estaba fuera de mi sitio natural pero me encontraba a mí mismo. Supongo que nos pasara a todos. Quería disfrutar de mi existencia en un lugar nuevo, con un aire diferente y entre paisajes desconocidos.

Era abandonar esa condición que tenemos de fugitivos de nuestra rutina donde estamos atados a los mismos lugares y hasta a las mismas personas que nos cruzamos cada día. Y la noche es espectacular. Yo creo que hay tantas noches como sitios en la tierra. Son oscuras pero brillan diferente.


Dicen que al final de las vidas uno repasa sus viajes; los de la escuela, los del Instituto, los de su boda, los que buscas, los que salen y los del IMSERSO. Qué es la vida sino un viaje por diferentes sitios y caminos. Eso sí todos guardan esa sensación de que te vas para siempre. Puede ser que la muerte también sea un viaje.


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