sábado, 3 de diciembre de 2016
Del sacrificio en la Sierra
(Periodista-Director)
Diciembre siempre ha sido el mes de la aceituna. Muchos niños de antes empleaban sus vacaciones en trabajos en el campo. Se habla mucho de igualdad en estos tiempos. Lo ideal sería que todos fuéramos iguales porque al fin y al cabo la vida es de todos los que vivimos en ella. No obstante, en esa igualdad se olvida de que las cosas son diferentes desde que nacemos.
No es igual la vida de un niño en el que sus padres son profesores, funcionarios o abogados que los que tienen que ayudar en el campo, en la fábrica, en el taller o en la carpintería. No es lo mismo aunque de eso nadie dice nada. Las navidades de aceituna de antes eran duras pero a la vez maravillosas. Esas experiencias en los cortijos, en la recogida de aceituna, en el campo con la neblina de la mañana y con la tierra embarrada pegándose a la suela de los zapatos, son momentos que no se olvidan. La riqueza cultural, estética, laboral y paisajística de esos días de sierra es incalculable.
El esfuerzo recompensado con la cosecha después de estar arrodillados el día entero, después de pasar frío, después de que la lluvia calara. Manos frías y ásperas, pantalones mojados y empapados, charcas en los caminos, carga a la espalda. Tantas penas que se pasaban en el campo. Ahora también pero no como antes.
Nos hemos vuelto una sociedad que mira solo por el presente. Más que por el presente, por el instante. Regalos de abrir y guardar. Unas generaciones que con buen criterio buscan la comodidad pero que olvidan a los que no la tuvieron. No podemos olvidar a esos niños de los años 50, de los 60, 70 u 80 que tuvieron que hacer muchos sacrificios en aquellas mañanas frías de invierno en la recogida de la aceituna. Cortijos sin luz donde cuadrillas de aceituneros dormían acurrucados en mantas que apenas le quitaban el frío. Sin embargo, lo hacían sin reproches y trabajando para conseguir cuatro perras.
La dureza de la vida no era igual que la de ahora por mucho que ahora se empeñen en decirnos lo contrario. La vida de nuestros padres o de nuestros abuelos fue más pobre y sobre todo más sacrificada. Hay muchas infancias perdidas de niños que no pudieron ir a la escuela o faltando en ella. Navidades laborales que pese al trabajo tenían poca recompensa. Hoy los niños apenas echan una mano. No tienen por qué echarla, pero si reconocer la suerte que tienen de tener una vida mucho más confortable de la que tuvieron generaciones anteriores, a las que debemos de agradecer los esfuerzos que realizaron por sacar sus casas adelante. Siempre estaremos en deuda con ellos.
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