sábado, 4 de marzo de 2017
Páginas de la historia de Los Pedroches. El esplendor Megalítico
JUAN PALOMO PALOMO
Son muy pocos los restos conocidos en la comarca pertenecientes a la etapa más antigua de la Prehistoria, el Paleolítico, mas a partir de la Prehistoria Reciente (del Neolítico en adelante) los vestigios se multiplican exponencialmente, especialmente en lo que se conocen como estructuras megalíticas.
Hay diversos tipos de megalitos. Los menhires [foto 1] son piedras alargadas y clavadas verticalmente en el suelo. En algunos lugares del NW europeo son especialmente abundantes, como en Normandía (tal y como nos recordaba el bueno de Obélix, repartidor de menhires de profesión), pero en la comarca de los Pedroches apenas si conocemos un par de ellos. Tampoco abundan en nuestra tierra otro tipo de megalitos, los cromlech, o círculos formados por menhires. Lo que sí son frecuentes en el norte de la provincia cordobesa son las estructuras funerarias conocidas genéricamente como dólmenes.
Dolmen es una palabra bretona que significa “mesa grande piedra”, pues consiste en unas losas (recordemos, ortostatos) colocadas verticalmente, que soportan a una o más situadas horizontalmente, formando una cámara interna. Generalmente, estaban cubiertas por una colina artificial de piedras y tierra (el “túmulo”).
Los especialistas han distinguido distintos tipos de dólmenes. Tenemos la cista (“caja”, en griego), la estructura más simple. En otras, a la cámara se le añade un pasillo o corredor diferenciado de ella, recibiendo el nombre de “tumbas de corredor” [foto 2]. También están las “galerías dolménicas” [foto 3], de planta alargada, en las que no se puede distinguir la cámara del pasillo. Por último, se encuentran los “tholoi” [foto 4] (en singular, “tholos”), sepulcros de planta circular con un corredor diferenciado pero que no se cubren con ortostatos horizontales, sino que se cierran por medio de una falsa cúpula por aproximación de hiladas. En nuestra tierra conocemos algún caso de cistas, un par de “tholoi” y algunas galerías, aunque lo que más abunda, y con diferencia, son los sepulcros de corredor.
El fenómeno megalítico está presente en buena parte de la Europa atlántica. En la Península Ibérica sólo está ausente en el levante y la parte central y oriental de ambas mesetas. Hasta la década de los sesenta del siglo pasado la hipótesis “difusionista” de Gordon Childe tuvo un gran predicamento. Según la misma, los megalitos habrían llegado a la península de manos de colonos del Mediterráneo oriental, pero las dataciones absolutas por carbono 14 dieron al traste con esta hipótesis, al demostrarse que los megalitos más antiguos eran los normandos y los del noroeste peninsular.
En la actualidad, ya no se concibe al megalitismo como una etapa de la Prehistoria que se adscribe a una cultura concreta, sino más bien como un fenómeno común a varias poblaciones de las etapas neolíticas y calcolíticas. El lugar donde surge este fenómeno, el extremo occidental europeo, era una zona con una alta densidad de población desde el Paleolítico, con una acendrada cultura y una economía basada en la caza y la recolección, que entra en contacto con otras sociedades que ya tienen un nuevo tipo de economía productiva, basada en la agricultura y la ganadería.
Esta interacción supuso un proceso de transformación económica y social, en los que los entierros en tumbas colectivas monumentales suponen el símbolo de la comunidad. Como escribe el arqueólogo británico Brian Fagan (“El largo verano”, pp. 185-22), “las nuevas tradiciones [megalíticas] provenían de una combinación de las antiguas creencias de cazadores-recolectores y agricultores, que se reflejaban en la construcción de troncos o piedra de las cámaras mortuorias enterradas debajo de túmulos de tierra. Estos túmulos eran monumentos erigidos a los ancestros en medio de terrenos plenos de lugares simbólicos e imbuidos de un poderoso significado sobrenatural. En esta época, los pueblos incorporaban sus propios monumentos al terreno, en ocasiones utilizando afloramientos rocosos como parte de la cámara funeraria [foto 7]. A veces, los túmulos se elevaban en tierras recientemente cultivadas, a menudo sobre colinas visibles, donde pueden haber servido como señales territoriales. Cualquiera que fuese su emplazamiento, eran parte integral de un cosmos en el que los mundos sobrenatural y material convergían en el poder de los antepasados”. Como sentenció V. G. Childe, “los dólmenes fueron antes templos que castillos”. [Recordemos que hasta hace apenas un par de siglos las iglesias cristianas fueron el lugar escogido para el enterramiento, además de su evidente función religiosa y simbólica de la comunidad.]
Levantar estas construcciones megalíticas suponía un gran esfuerzo colectivo (por ejemplo, la cubierta del dolmen de Las Aguilillas [fotos 5 y 6] pesa más de sesenta toneladas), pero ello no implica que fueran sociedades plenamente igualitarias, en el sentido de que no todos tenían derecho a reposar en el interior de la cámara mortuoria. En el dolmen de las Casas de Don Pedro (Belmez) sólo se inhumaron en principio dos mujeres; en el famoso túmulo inglés de West Kennet (con cien metros de longitud) se enterraron a 46 personas en 500 años. Personas de ambos sexos y todas las edades, incluidos niños y bebés, por lo que más una “tumba colectiva” parece ser un panteón familiar.
Las sociedades que levantaron estas estructuras con grandes piedras desconocían la escritura, por lo que su interpretación no es sencilla, pero en la actualidad se incide en que fueron elementos de equilibrio social, de prestigio o poder de la comunidad, de sus delimitaciones territoriales, que le otorgaba el derecho a poseer la tierra en la que descansaban eternamente sus antepasados. Poco después (en la Edad de Bronce) estos enterramientos comunitarios dieron paso a costumbres funerarias de nuevas sociedades, en las que el prestigio y poder individual daban forma a la vida humana. Los antepasados retrocedieron a un segundo plano.
Distintos investigadores (destacando Ángel Riesgo en las décadas de 1920 y 1930, y el matrimonio alemán Leisner, en la de 1940) han dejado constancia de cuarenta y cuatro megalitos, a los que hay que unir otras tres o cuatro decenas que permanecen sin publicar; es, sin duda, una cifra importante.
Aquellos seres humanos que hace unos seis o cinco mil años levantaron sus estructuras megalíticas con el sólido granito de los Pedroches fueron los primeros en dejar su impronta sobre nuestra tierra y en moldear su paisaje.
Son muy pocos los restos conocidos en la comarca pertenecientes a la etapa más antigua de la Prehistoria, el Paleolítico, mas a partir de la Prehistoria Reciente (del Neolítico en adelante) los vestigios se multiplican exponencialmente, especialmente en lo que se conocen como estructuras megalíticas.
“Mega” y “litos” son palabras procedentes del antiguo griego que significan “piedra grande”, y, en puridad, han sido muchas las culturas que, en todo el orbe y a lo largo de los tiempos, han empleado piedras de buen tamaño con fines rituales, por lo que gran parte de los investigadores denominan “megalitismo” a la manifestación cultural que aparece en la Europa atlántica y el Mediterráneo occidental a partir de finales del Neolítico, y con un gran auge en el siguiente periodo, el Calcolítico (o Eneolítico, o Edad del Cobre), fenómeno cultural que se caracteriza por el empleo de construcciones ciclópeas con grandes bloques de piedra poco trabajados (conocidos técnicamente como “ortostatos”), a las que se denomina genéricamente “megalitos”.
Hay diversos tipos de megalitos. Los menhires [foto 1] son piedras alargadas y clavadas verticalmente en el suelo. En algunos lugares del NW europeo son especialmente abundantes, como en Normandía (tal y como nos recordaba el bueno de Obélix, repartidor de menhires de profesión), pero en la comarca de los Pedroches apenas si conocemos un par de ellos. Tampoco abundan en nuestra tierra otro tipo de megalitos, los cromlech, o círculos formados por menhires. Lo que sí son frecuentes en el norte de la provincia cordobesa son las estructuras funerarias conocidas genéricamente como dólmenes.
Dolmen es una palabra bretona que significa “mesa grande piedra”, pues consiste en unas losas (recordemos, ortostatos) colocadas verticalmente, que soportan a una o más situadas horizontalmente, formando una cámara interna. Generalmente, estaban cubiertas por una colina artificial de piedras y tierra (el “túmulo”).
Los especialistas han distinguido distintos tipos de dólmenes. Tenemos la cista (“caja”, en griego), la estructura más simple. En otras, a la cámara se le añade un pasillo o corredor diferenciado de ella, recibiendo el nombre de “tumbas de corredor” [foto 2]. También están las “galerías dolménicas” [foto 3], de planta alargada, en las que no se puede distinguir la cámara del pasillo. Por último, se encuentran los “tholoi” [foto 4] (en singular, “tholos”), sepulcros de planta circular con un corredor diferenciado pero que no se cubren con ortostatos horizontales, sino que se cierran por medio de una falsa cúpula por aproximación de hiladas. En nuestra tierra conocemos algún caso de cistas, un par de “tholoi” y algunas galerías, aunque lo que más abunda, y con diferencia, son los sepulcros de corredor.
El fenómeno megalítico está presente en buena parte de la Europa atlántica. En la Península Ibérica sólo está ausente en el levante y la parte central y oriental de ambas mesetas. Hasta la década de los sesenta del siglo pasado la hipótesis “difusionista” de Gordon Childe tuvo un gran predicamento. Según la misma, los megalitos habrían llegado a la península de manos de colonos del Mediterráneo oriental, pero las dataciones absolutas por carbono 14 dieron al traste con esta hipótesis, al demostrarse que los megalitos más antiguos eran los normandos y los del noroeste peninsular.
En la actualidad, ya no se concibe al megalitismo como una etapa de la Prehistoria que se adscribe a una cultura concreta, sino más bien como un fenómeno común a varias poblaciones de las etapas neolíticas y calcolíticas. El lugar donde surge este fenómeno, el extremo occidental europeo, era una zona con una alta densidad de población desde el Paleolítico, con una acendrada cultura y una economía basada en la caza y la recolección, que entra en contacto con otras sociedades que ya tienen un nuevo tipo de economía productiva, basada en la agricultura y la ganadería.
Esta interacción supuso un proceso de transformación económica y social, en los que los entierros en tumbas colectivas monumentales suponen el símbolo de la comunidad. Como escribe el arqueólogo británico Brian Fagan (“El largo verano”, pp. 185-22), “las nuevas tradiciones [megalíticas] provenían de una combinación de las antiguas creencias de cazadores-recolectores y agricultores, que se reflejaban en la construcción de troncos o piedra de las cámaras mortuorias enterradas debajo de túmulos de tierra. Estos túmulos eran monumentos erigidos a los ancestros en medio de terrenos plenos de lugares simbólicos e imbuidos de un poderoso significado sobrenatural. En esta época, los pueblos incorporaban sus propios monumentos al terreno, en ocasiones utilizando afloramientos rocosos como parte de la cámara funeraria [foto 7]. A veces, los túmulos se elevaban en tierras recientemente cultivadas, a menudo sobre colinas visibles, donde pueden haber servido como señales territoriales. Cualquiera que fuese su emplazamiento, eran parte integral de un cosmos en el que los mundos sobrenatural y material convergían en el poder de los antepasados”. Como sentenció V. G. Childe, “los dólmenes fueron antes templos que castillos”. [Recordemos que hasta hace apenas un par de siglos las iglesias cristianas fueron el lugar escogido para el enterramiento, además de su evidente función religiosa y simbólica de la comunidad.]
Levantar estas construcciones megalíticas suponía un gran esfuerzo colectivo (por ejemplo, la cubierta del dolmen de Las Aguilillas [fotos 5 y 6] pesa más de sesenta toneladas), pero ello no implica que fueran sociedades plenamente igualitarias, en el sentido de que no todos tenían derecho a reposar en el interior de la cámara mortuoria. En el dolmen de las Casas de Don Pedro (Belmez) sólo se inhumaron en principio dos mujeres; en el famoso túmulo inglés de West Kennet (con cien metros de longitud) se enterraron a 46 personas en 500 años. Personas de ambos sexos y todas las edades, incluidos niños y bebés, por lo que más una “tumba colectiva” parece ser un panteón familiar.
Las sociedades que levantaron estas estructuras con grandes piedras desconocían la escritura, por lo que su interpretación no es sencilla, pero en la actualidad se incide en que fueron elementos de equilibrio social, de prestigio o poder de la comunidad, de sus delimitaciones territoriales, que le otorgaba el derecho a poseer la tierra en la que descansaban eternamente sus antepasados. Poco después (en la Edad de Bronce) estos enterramientos comunitarios dieron paso a costumbres funerarias de nuevas sociedades, en las que el prestigio y poder individual daban forma a la vida humana. Los antepasados retrocedieron a un segundo plano.
Distintos investigadores (destacando Ángel Riesgo en las décadas de 1920 y 1930, y el matrimonio alemán Leisner, en la de 1940) han dejado constancia de cuarenta y cuatro megalitos, a los que hay que unir otras tres o cuatro decenas que permanecen sin publicar; es, sin duda, una cifra importante.
Aquellos seres humanos que hace unos seis o cinco mil años levantaron sus estructuras megalíticas con el sólido granito de los Pedroches fueron los primeros en dejar su impronta sobre nuestra tierra y en moldear su paisaje.
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