sábado, 4 de marzo de 2017
Tiempo de Cuaresma
ARTURO LUNA BRICEÑO
Enterrada la sardina y alejado el carnaval vuelve el pueblo a sus quehaceres, el devoto a sus rezos y los que aman la cuaresma y sus ritos a preparar sus rondas de penitentes para invitar a los pecadores que reflexionen sobre la brevedad de la vida, la debilidad de la carne y de que le vale al hombre salvar su vida si a cambio pierde su alma.
En Pozoblanco, hoy día, la cuaresma se llena de redobles de tambores y toques de trompetas. Es la nueva forma de anunciar que la Semana Santa volverá en cuarenta días. Para entonces las bandas estarán afinadas, ensayadas y dispuestas a sorprender a los que acuden a ver las procesiones. Es la moderna forma que tiene mi pueblo de romper los silencios. Pero no siempre fue así.
Recuerdo de mi niñez que el carnaval no existía. Estaba prohibido por el gobierno y repudiado por la iglesia. A pesar de esta persecución había atrevidos que se vestían de máscaras y salían, como almas que lleva el diablo, a recordar al pueblo que antes de la Cuaresma existía Don Carnal. Y los viejos rememoraban los tiempos en los que el carnaval era fiesta libre y jocosa. Y cantaban “La Cochina Política” y otros cuplés y pasodobles compuestos por afamadas murgas tarugas, que aún perduran en la memoria del pueblo.
Las intentonas de atravesarse con el gobierno y la iglesia terminaban el Miércoles de Ceniza. Recuerdo que mi madre me daba el manojo de romero que guardaba en el aparador dentro del jarro de porcelana. Era el hisopo que, el Sábado Santo del año anterior, nos habían dado junto al agua bendita. El romero también bendecido se usaba como hisopo. Con el jarro en una mano y el manojo en la otra, se iba esparciendo el agua por toda la casa. Desde los aposentos al gallinero. Las macetas, el cochino, los árboles, los armarios y nosotros mismos recibíamos una rociada bendita esparcida por el romero. Hecho el ritual se suponía que el demonio había emigrado a otros lares.
Junto al hisopo de romero, juntábamos la palma y el ramo de olivo de la procesión del Domingo de Ramos. Eran vegetales que habían recibido una bendición y no se podían tirar. Una vez cumplido su año de servicio, como detentes contra todos los males, había que llevarlos a la iglesia donde los quemaban y reducían a cenizas. Y con ellas nos ungían la frente.
En el siglo XVII la Cuaresma era el tiempo en que se celebraban las confesiones. Durante esos cuarenta días, todo español que hubiera recibido el sacramento de la comunión, tenía la obligación de confesarse. Para prepararse se contrataban los predicadores que con sus sermones y procesiones propiciaban que el pecador tuviera la necesidad de confesar sus pecados. Fray Diego de Valencina, en su libro sobre la Historia de la Saeta y los Campanilleros, escribía sobre estos predicadores de Cuaresma: “También los religiosos franciscanos capuchinos de la provincia de Andalucía, antes de 1706, cantaban saetas penetrantes en las procesiones de penitencia que hacían en sus misiones”. “A este concurso numeroso salían a predicar, (en Murcia) nuestro venerable y su compañero, y esto con el mayor ejemplo que podían. Iban sin manto, descalzos del todo, los ojos bajos, mortificado el semblante, de suerte que cada uno parecía una propísima imagen del Serafín Francisco. Uno llevaba enarbolada la Sacrosanta Imagen del Crucificado redentor, otro una campanilla que pausadamente tocaba y alternaba con el otro echando con clamorosa voz saetas penetrantes, de suerte que todo el conjunto componía un espectáculo que podía conmover los corazones más duros”.
Eran tiempos de Cuaresma en el siglo XVII, cuando la Inquisición vigilaba la confesión del pueblo. Hoy estas penitencias han pasado al recuerdo, pero si sigue vigente y evolucionada la saeta que comenzaron a cantar los franciscanos en sus sermones cuaresmales.
Enterrada la sardina y alejado el carnaval vuelve el pueblo a sus quehaceres, el devoto a sus rezos y los que aman la cuaresma y sus ritos a preparar sus rondas de penitentes para invitar a los pecadores que reflexionen sobre la brevedad de la vida, la debilidad de la carne y de que le vale al hombre salvar su vida si a cambio pierde su alma.
En Pozoblanco, hoy día, la cuaresma se llena de redobles de tambores y toques de trompetas. Es la nueva forma de anunciar que la Semana Santa volverá en cuarenta días. Para entonces las bandas estarán afinadas, ensayadas y dispuestas a sorprender a los que acuden a ver las procesiones. Es la moderna forma que tiene mi pueblo de romper los silencios. Pero no siempre fue así.
Calle Real, año 1930. |
Recuerdo de mi niñez que el carnaval no existía. Estaba prohibido por el gobierno y repudiado por la iglesia. A pesar de esta persecución había atrevidos que se vestían de máscaras y salían, como almas que lleva el diablo, a recordar al pueblo que antes de la Cuaresma existía Don Carnal. Y los viejos rememoraban los tiempos en los que el carnaval era fiesta libre y jocosa. Y cantaban “La Cochina Política” y otros cuplés y pasodobles compuestos por afamadas murgas tarugas, que aún perduran en la memoria del pueblo.
Las intentonas de atravesarse con el gobierno y la iglesia terminaban el Miércoles de Ceniza. Recuerdo que mi madre me daba el manojo de romero que guardaba en el aparador dentro del jarro de porcelana. Era el hisopo que, el Sábado Santo del año anterior, nos habían dado junto al agua bendita. El romero también bendecido se usaba como hisopo. Con el jarro en una mano y el manojo en la otra, se iba esparciendo el agua por toda la casa. Desde los aposentos al gallinero. Las macetas, el cochino, los árboles, los armarios y nosotros mismos recibíamos una rociada bendita esparcida por el romero. Hecho el ritual se suponía que el demonio había emigrado a otros lares.
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Calle Jesús, año 1910. |
Junto al hisopo de romero, juntábamos la palma y el ramo de olivo de la procesión del Domingo de Ramos. Eran vegetales que habían recibido una bendición y no se podían tirar. Una vez cumplido su año de servicio, como detentes contra todos los males, había que llevarlos a la iglesia donde los quemaban y reducían a cenizas. Y con ellas nos ungían la frente.
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Panorámica de Pozoblanco tomada aproximadamente en el año 1900. |
En el siglo XVII la Cuaresma era el tiempo en que se celebraban las confesiones. Durante esos cuarenta días, todo español que hubiera recibido el sacramento de la comunión, tenía la obligación de confesarse. Para prepararse se contrataban los predicadores que con sus sermones y procesiones propiciaban que el pecador tuviera la necesidad de confesar sus pecados. Fray Diego de Valencina, en su libro sobre la Historia de la Saeta y los Campanilleros, escribía sobre estos predicadores de Cuaresma: “También los religiosos franciscanos capuchinos de la provincia de Andalucía, antes de 1706, cantaban saetas penetrantes en las procesiones de penitencia que hacían en sus misiones”. “A este concurso numeroso salían a predicar, (en Murcia) nuestro venerable y su compañero, y esto con el mayor ejemplo que podían. Iban sin manto, descalzos del todo, los ojos bajos, mortificado el semblante, de suerte que cada uno parecía una propísima imagen del Serafín Francisco. Uno llevaba enarbolada la Sacrosanta Imagen del Crucificado redentor, otro una campanilla que pausadamente tocaba y alternaba con el otro echando con clamorosa voz saetas penetrantes, de suerte que todo el conjunto componía un espectáculo que podía conmover los corazones más duros”.
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Banda del barrio de San Bartolomé en una procesión del Cristo de Medinaceli, décadas atrás. |
Eran tiempos de Cuaresma en el siglo XVII, cuando la Inquisición vigilaba la confesión del pueblo. Hoy estas penitencias han pasado al recuerdo, pero si sigue vigente y evolucionada la saeta que comenzaron a cantar los franciscanos en sus sermones cuaresmales.
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