Donde entra la “morrina” no queda ni la harina

ARTURO LUNA BRICEÑO


Morrina es una palabra que se ha quedado antigua. La moderna es peste aviar o peste aviaria, que viene decir los mismo. Se trata de un virus muy maligno que le entra a todo bicho que tiene plumas, y que si se le coge confianza, se puede pasar a los humanos, como le ha ocurrido a un montón de chinos. La morrina llegaba a los gallineros y terminaba con ellos. Había años que era tan fuerte que le entraba hasta el Gallo del Pozo Viejo. De pronto se le ponía la cabeza gorda al plumífero mayor, a las gallinas y hasta los pollos. El rojo carmesí de las crestas se iba decolorando, y como le pasó al Pendón de Castilla, se iba tornando morado. Cuando el color nazareno estaba en plena sazón, las gallináceas perdían el equilibrio, hincaban la cabeza en la tierra y estiraban las patas. Había que enterrarlas para que la morrina no saliera de ellas y ocupara otros gallineros.

Pero escucho en “Cope Pozoblanco” que el pueblo está sufriendo una morrina provocada por “pájaros de cuentas” que son aves que nunca anidan pero arramblan con todo lo que pueden. Estas cosas pasaban siempre “pa feria”. Pero ahora suceden cuando empiezan a sonar las zambombas y las panderetas Y no hay tienda de telefonía ni local que tenga bebidas y jamones que no sufra el “contagio morrinero de esta avifauna”.

Antes a estas “morrinas del saqueo” que sufrían los gallineros de Pozoblanco, se culpaba a los húngaros lateros, que hoy llaman “quinquis” y a los gitanos trashumantes. Cuando estas gentes acampaban en los ejidos del pueblo, los tarugos temían por sus aves de corral. La diferencia que existía entre esta “epidemia” forzada y la morrina, es que no te quedaban ni las plumas del ave para enterrar. Adosados a estos “depredadores” de temporadas festivas estaban los cómicos y los feriantes, pero yo creo que muchas veces, a estas “tribus” trashumantes que reparaban pucheros o vendían burras, se utilizaban como excusa para darle un alivio al gallinero del vecino.

Cuentan las crónicas jocosas de Pozoblanco, que vivía junto a “Las Escoronáas”, un tal Telesforo, que presumía de tener el gallinero mejor criado y dotado del pueblo. En él se daban cantos de madrugada por gallos “javaos” de la Sierra, blancos castellanos y cenizos andaluces que aliviaban sin cesar a gallinas de coloradas crestas, capaces de poner dos huevos al día. Hete aquí que recibió el bueno del Telésforo un par de invitaciones para ir a ver el circo en la feria. No se los pensó y se fue a disfrutar con los leones que saltaban por el aro de fuego, los trapecistas que volaban por los techos de la carpa y los payasos que marcaban sus gracias a golpes de pasodoble. Así estuvo el hombre entretenido un par de horas. Al volver a casa, y antes de acostarse, vio desolado que el corral había sido saqueado. Eso sí no del todo. En uno de los palos estaba dormido y tranquilo un gallito americano que llevaba colgado al cuello un cartel que decía: ¡Telesforo, desde las doce estoy solo!

Las pesquisas de la fuerzas del orden no dieron con el paradero de tan rico gallinero. De los gallos, gallinas, pollos y pollas que conformaban aquel palacio aviario, nuca más se supo. Se culpó por igual a las “tribus trashumantes, feriantes y cómicos”, aunque la verdad es que el ladrón de gallinas debía de ser alguien que viviera cerca del corral. Esto se deduce porque el ladrón sabía cómo se llamaba el dueño y las aves que tenía. No le colgó el cartel a un gallo grande o a una gallina ponedora. La infamante misión de avisar del desastre se la encomendó a un gallo que a duras penas pesaba medio kilo. Y las noticias que da hoy Cope Pozoblanco es que los ladrones son de maza y golpe. De vuelo rápido y selectivo, sabiendo el terreno que pisan y lo que buscan y por eso, creo yo, que no le da tiempo a rimar el ripio y colgarlo de la puerta. Y es que ya no hay la clase, la educación y la cultura que había antes.


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