La extraña dieta de mi padre

MIGUEL CARDADOR LÓPEZ
(Presidente-Editor)


Desde que la O.M.S. sacó hace unas semanas un informe en el cual se manifestaba que si se consume carne roja y en general carnes procesadas el peligro de padecer cáncer aumentaba considerablemente, se ha suscitado una gran polémica en nuestro país, y de forma muy acentuada en nuestra zona de Los Pedroches, por ser eminentemente ganadera.

Sin entrar en hacer ninguna valoración de lo expuesto por la Organización Mundial de la Salud, sí voy a exponer lo que yo he vivido con distintos ejemplos, y son ustedes, queridos lectores, los que tienen que sacar las verdaderas conclusiones.

Para mí, con mucha diferencia, lo que determina la salud es ante todo la genética de la persona. Ésta es la que va a marcar su salud de forma predominante durante toda su existencia y también determinará con altas dosis de probabilidad de qué enfermedad fallecerá.

A mi padre le dio el primer infarto a la edad de 45 años, fue tan fuerte que estuvo ingresado en el Hospital Reina Sofía de Córdoba durante 16 días. Años después sufriría otro y pasados varios años padecería un tercero. Todos ellos con hospitalización en nuestra capital durante periodos parecidos al primero.

Cuando llegaba a nuestra casa la dieta consistía en nada de sal, grasas, embutidos, conservas y, por supuesto, nada de tabaco y casi nada de alcohol. Cuando pasaban tres semanas, exceptuando el alcohol, todo lo demás volvía a la normalidad en la alimentación de mi progenitor, incluso el dañino tabaco, fumándose cada día una media de 30 cigarrillos.

Es curioso y paradójico que mi madre, mis hermanas y yo mismo nos acostumbramos a comer con poca sal, gracias a la dieta del infarto, y el que jamás se acostumbró fue el infartado.

Hasta 1978, en mi casa se criaban todos los años dos cerdos ibéricos que se mataban con unas 16 arrobas cada uno en el día festivo de la “matanza”. Chorizo blanco y rojo, morcilla de sangre, morcilla de cebolla, salchichón, etc.

Mi padre falleció a los 86 años, tras sufrir en los últimos años múltiples ictus cerebrales, pero realmente enfermo sólo estuvo el mes anterior a su fallecimiento. Cuando su médico iba a visitarlo, en varias ocasiones coincidió con la hora de la comida y sorprendido observó que las viandas estaban compuestas por jamón, torreznos, queso curado, aceitunas, chorizo y conserva. Con una media sonrisa una vez exclamó: “¡Si me da envidia hasta a mí, para qué le voy a decir nada!” La verdad es que hubiese dado igual que el galeno se hubiese enfadado con el enfermo, porque a él, su dieta de toda la vida, no se la cambiaba nadie.

Mi padre vivió cantidad y calidad de años, teniendo la base de su alimentación en el cerdo y sus derivados de carnes procesadas, siendo dentro de su familia de padres y hermanos el más longevo de todos.

Conocí a una persona mayor que se cuidaba en exceso, sobre todo a la hora de la comida, apenas bebía y no había fumado en su vida, le tenía tal animadversión al tabaco, que cuando uno fumaba delante de él lo abroncaba de tal manera que la mayoría apagaba el cigarro.

Un día, en una revisión rutinaria, se le detectó un cáncer de pulmón, y desde ese momento a su fallecimiento apenas transcurrieron 30 días.

Fernando Quirós falleció a los 88 años, y lo conocí porque le tenía alquilado un inmueble. Cuando lo veía, siempre con el cigarro en la boca, le regañaba y él me contestaba: “Desde los 12 años fumo, y de media consumo de un paquete y medio a dos diarios, mi desayuno es un buen vaso de vino de Villaviciosa y diariamente como torreznos y morcilla”. Enfermó unos meses antes de fallecer, y hasta los 87 años andaba todos los días unos tres kilómetros, que empleaba en ir y venir de su casa al huerto que tenía, el cual trabajaba.

Hay distintos casos más, que por falta de espacio no puedo detallar, pero que apuntan en la misma dirección de lo que expongo.

Ni la O.M.S., ni ningún médico, ni científico puede conocer con total seguridad que esto o aquello es lo mejor o lo peor para vivir más o menos. El pilar básico y fundamental está en el misterio de la genética de cada uno de nosotros, ella es la que marcará el tiempo de nuestra existencia, junto al sentido común y equilibrio de lo que hacemos.

La semana pasada acudí al tanatorio a presentar mis condolencias a un buen amigo por el fallecimiento de su hermano. Hablando me manifestó: “De todos los hermanos ya solo quedo yo, que soy el mayor y voy para los 90 años”.

Yo pensé para mis adentros, cosas de la lotería de la genética, como la ternera Adela, por la cual han pagado la friolera de 34.000 euros.


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