Al pie de la Cruz

ANTONIO ÁNGEL MORENO MUÑOZ


Porque si el mismísimo Hijo de Dios estaba allí, colgado del madero, moribundo, entregado a la sana de sus enemigos, ¿qué posibilidad de victoria tenía una mujer, tenía María? Es cierto que Ella estaba allí y también Él preguntándole a su Padre por qué le había abandonado, sumido en la más honda desesperación. ¿Cómo podía Ella, que no era divina, que era sólo una mujer, vencer a las fuerzas desatadas del mal que en aquella tarde de Viernes habían recibido permiso para pasear triunfantes por el mundo y destruir toda bondad, todo amor, toda belleza?

Nunca ha sido tan grande la humanidad como en aquel momento. Nunca la mujer ha hecho un papel tan decisivo como el que hizo María aquella tarde del primer Viernes Santo de la historia, al pie de un instrumento de tortura como era la cruz, venciendo al maligno al negarse a dar entrada en su corazón alodio, al apoyar a su Hijo para que bebiera hasta el final el cáliz del dolor redentor, al unirse a su Hijo en la fe, en el amor, precisamente en el momento en que su Padre parecía estar más oculto que nunca, más silencioso que nunca.

María al pie de la cruz, superados ya los obstáculos que representaban los enemigos de su Hijo y que supuso el tener que hacerse cargo, para tratar como hijos propios, de aquel grupo de acobardados discípulos, se encontró cara a cara con Jesús. Allí arriba, moribundo estaba El. Allá abajo, más muerta que viva, estaba Ella. Nunca en la historia se había producido un acontecimiento semejante. Ciertamente, no era la primera vez ni sería la última en que una madre asistía a la tortura y asesinato de su propio hijo.

No era la primera vez que una mujer se convertía en apoyo para un hombre, en especial para alguien de su familia, para su propio hijo. María al pie de la cruz, que asiste impotente a la muerte de Cristo era la representante de tantos y tantas mujeres y madres como han tenido que presenciar tragedias de este tipo.




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