Santiago Muñoz Machado considera que la Constitución no es inmodificable, pero la reforma debe orientarse al arreglo de las piezas defectuosas y a tratar de aliviar las inquietudes y reclamaciones de algunos poderes territoriales

ANTONIO MANUEL CABALLERO
POZOBLANCO


El pasado martes, día de la Constitución Española, Santiago Muñoz Machado publicaba en el diario El País un artículo en el que el catedrático y académico pozoalbense señalaba que “es inocultable que el prestigio de la Constitución vigente está sufriendo mucho, por los desplantes de las fuerzas políticas y de algunas instituciones públicas. A causa del falso afecto de los que no quieren retocarla y la van dejando morir o por las actuaciones contra ella de quienes actúan, como en el siglo XIX, negando a la Constitución verdadera fuerza vinculante”.

Muñoz Machado hace referencia a cómo cuando se elaboró la Constitución más antigua del mundo, la de los Estados Unidos de América de 1787, algunos políticos y filósofos plantearon cuánto tiempo convenía que se mantuviera vigente. “Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores más sensibles a ese problema, sostuvo que no debería permanecer más de 19 años. Justificó esta limitación en su criterio, compartido con Thomas Paine, de que ese era el tiempo que, previsiblemente, le quedaba de vida a la generación que la aprobó y consideró que no era bueno para la nación que lo dispuesto por individuos ya desaparecidos de la actividad política siguiera vinculando a la generación siguiente”.

Remitiéndose a la Revolución Francesa recuerda que la Constitución de 1793, repitiendo conceptos procedentes de la anterior de 1791, estableció que un pueblo tiene siempre el derecho a revisar, a reformar y a cambiar su Constitución porque una generación no tiene derecho a someter a sus leyes a las generaciones futuras.


Santiago Muñoz Machado en las pasadas Jornadas de Otoño. /SÁNCHEZ RUIZ


Santiago Muñoz Machado manifiesta que “pese a estas declaraciones, ni la Constitución estadounidense, ni las francesas, ni la posterior Constitución española de 1812, dieron facilidades para estos cambios generacionales”, si bien “las Constituciones francesas y españolas del siglo XIX fueron cambiadas sin cesar y, mientras más rígidos eran los procedimientos establecidos para la reforma, más estrepitoso y general fue el derrumbe, más violenta y total la abolición”.

Centrándose en la Constitución española de 1978 señala en su artículo de El País que pertenece a una generación de Constituciones, la que se implantó en los Estados europeos después de la gran catástrofe de la II Guerra Mundial, que están llamadas a regir los destinos de esos países de modo perpetuo o por un número de años incomparablemente mayor que el que marcó la vigencia de sus predecesoras. “De hecho, la mayor parte de las que ahora rigen han sobrepasado la insólita edad de 60 años”.

Añade que “varias razones justifican esta nueva vocación de perdurabilidad. Una importante es que las Constituciones están protegidas por los tribunales, constitucionales y ordinarios, frente a las agresiones de los poderes públicos actuando de garantes de su integridad. Pero más relevantes son dos circunstancias nuevas: la primera, que se preservan adaptándolas mediante reformas a las nuevas circunstancias económicas y sociales siempre que es necesario; y la segunda, que la posibilidad de cambiar radicalmente las Constituciones vigentes se ha reducido hasta mínimos antes desconocidos; quiero decir que el poder necesario para reformarlas se presenta actualmente sometido a condicionamientos antes inexistentes”.


CONSIDERA QUE HAY QUE ARREGLAR LA ORGANIZACIÓN DEL ESTADO

Para Santiago Muñoz Machado “la división del poder y las garantías de los derechos han sido siempre los dos pilares que sostienen las Constituciones. Actualmente, son valores protegidos en las comunidades políticas avanzadas mediante normas, de alcance trasnacional y cosmopolita, que se imponen al poder constituyente soberano de cada nación. La protección de la separación de poderes y de la garantía de los derechos está ubicada en normas internacionales y, en la región europea, impuesta por la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea y por la Convención de Derechos Humanos de 1950”.

Y opina que “mientras mantengamos nuestros compromisos europeos, las determinaciones de una buena parte de la Constitución resultan casi intangibles. No nos empeñemos, por tanto, en aventuras propias de un país desinformado que actúa como si todavía estuviera en el siglo XIX. Centremos el esfuerzo de reforma en arreglar las piezas defectuosas, que son bastantes, y en tratar de aliviar las inquietudes y reclamaciones de algunos poderes territoriales, tantas veces planteadas sin fundamento o respondidas sin imaginación y con mezquindad. Arreglemos nuestra debilitada organización; la territorial y la general del Estado. No es difícil conseguirlo, sin necesidad de cambiar el modelo. Hay que pensar, preparar soluciones y negociar hasta alcanzar el consenso; por ese orden”.


El catedrático de de Derecho Administrativo y miembro de número de la Real Academia Española y de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas concluye señalando que “hagamos que la Constitución de 1978 vuelva a ser una norma ilusionante y admirada. Logremos que sea, con los matices indicados, una ley perpetua. No nos separemos de lo que ya es común en el constitucionalismo europeo”.


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