Un año sin el padre César

EMILIO GÓMEZ

El 15 de febrero del 2019 asesinaron al salesiano César Fernández. Nadie comprendió el suceso. Su muerte fue un golpe terrible. Era un hombre sencillo, accesible, bien preparado, un hombre de paz y muy tranquilo. 
César Fernández era una buena persona. La misión suya fue ayudar a los demás. Entregó su vida a ello. Un día se marchó con un macuto y una máquina de escribir. Corazón viajero. Quería ser misionero. Lo fue. Y de los buenos. 
Cuentan que todos lo querían porque siempre estaba ahí cuando lo necesitaban. Cuentan que todos lo querían porque a él no le gustaba estar presidiendo casi nada. Solo presidir el amor que le daba a los demás. Cuentan que todos lo querían porque era un soñador que pretendía que los jóvenes se formaran y fueran felices. Cuentan que todos lo querían por su manera de ser en África y en todos los sitios en los que estuvo. Fue un padre para tantos jóvenes. Su vida y su testimonio quedará para siempre. Será como un cuento en el que se describa una vida llena de amor. 
Decía César: “De niño me gustaba oír a los misioneros que pasaban por el Colegio Salesiano de Pozoblanco. Me hice salesiano a los 17 años. Me gustaban las misiones. Después de mucho insistir, me enviaron por fin a África. Era el sueño de mi vida: compartir con los que tiene menos“. Eso hizo. Fue feliz en su misión. Se dejó la vida allí. Posiblemente ya habrá perdonado a los que lo asesinaron. Creía que todo el mundo era bueno: “El mundo no es tan malo como a veces pensamos. Hay personas sensibles, con ganas de hacer algo por los otros, y con los otros” indicaba. 
Su hermana dice que “jugaba a ser cura desde muy pequeño en la cámara de nuestra casa donde cantaba una misa imaginaria”. En su familia lo echan demasiado de menos pues lo querían muchísimo por su forma de ser. Su idea de vida estaba orientada a dar lo que tenía a los demás aunque decía que él recibía algo tan hermoso como es “el cariño”. Persona íntegra con unas ideas muy claras sobre la vida y la humanidad. Amaba el diálogo. “Somos lo que damos y lo que recibimos. Las dos cosas al unísono. Solo se pierde lo que no se comparte”, comentaba. 
Regaló enseñanza en África a chavales que tenían necesidad de todo. Los formó. Los hizo hombres y mujeres. Su vida acabó en Burkina Faso, país del África Occidental, marcado por el desierto y la sequía, pero como Togo lleno de vida. A eso se agarraba él. Ojalá no hubiera sucedido lo que pasó hace un año en ese ataque yihadista. Él seguiría volcado en su idea de hacer felices a los demás. Ese espíritu de Don Bosco que tenía y que supo transmitir. Sin alterar nunca el tono del discurso. 
Sus testimonios, sus obras y especialmente su apego a los pobres, a quienes siempre ayudó, lo convirtieron en un hombre bueno. Es lo máximo a lo que puede aspirar una persona que siempre decía “que había sido bendecido por la gracia de Dios”. Un año después sigue estando en el corazón africano y en el corazón pozoalbense que lo vio crecer con ese sentimiento que siempre tuvo de ser salesiano. Lo cumplió y su huella sigue ahí. Grabada con el fuego del amor.

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