Las historias de mi padre (XIV)

ANTONIO ARROYO CALERO


Ya he comentado en alguna historia anterior que los militares tuvieron un excesivo protagonismo durante todo el siglo XIX.

Los “espadones”, como así se les denominaba, condicionaron la vida política de la nación debido a sus continuos “pronunciamientos” que propiciaron cambios constitucionales, cambios de Gobierno y hasta cambios de modelo de Estado. Un “pronunciamiento” acabó con la monarquía de Isabel II, un segundo con la I República y un tercero trajo, de nuevo, la monarquía en la persona de Alfonso XII, hijo de la Reina depuesta.

Entre aquellos militares de la vida pública española destacó el general Narváez.

D. Ramón María Narváez y Campos había nacido en Loja (Granada) en 1799. Luchó, desde el primer momento, en las guerras carlistas en el bando de Isabel II y en contra del pretendiente Carlos María Isidro hermano de Fernando VII y por tanto tío de la anterior.

Debido a su brillante actuación en distintas acciones militares consiguió rápidos ascensos en su carrera militar.

En 1844 fue llamado a formar Gobierno y desde este año hasta 1868, en que falleció, fue siete veces Presidente del Gobierno de la nación como líder del partido moderado.

Fueron aquellos años prolijos en motines, revueltas y algaradas.

En 1848, una oleada revolucionaria, iniciada en Francia, se extendió por toda Europa. Aparecieron, por primera vez, las protestas organizadas por el movimiento obrero.

El “Antiguo Régimen” que había vuelto a renacer tras la caída de Napoleón no se tenía en pie.

España no fue ajena a esta oleada de protestas organizadas por liberales progresistas, que Narváez reprimió con extraordinaria dureza hasta el punto de que la propia reina Isabel II le suplicó clemencia, en nombre de Dios, para los amotinados a lo el General respondió: “La clemencia está bien para Dios pero no para mí que soy el demonio”.

Amordazó a la prensa, paralizó los procesos de desamortización y consiguió la paz a base de sangre.

Cuentan que una ocasión se enfrentó a un ministro de su gobierno que se negaba a firmar un decreto que contenía determinadas medidas represivas.

“Antes me corto la mano que firmar este decreto”- Dijo el ministro.

“Usted, no se va a cortar ninguna manita. Con la derecha va a firmar el decreto, y con la izquierda me va a rascar a mí los cojones”.

Este era el personaje.

Pero a todos nos llega la hora de la muerte y a Narváez también le llegó.

En su lecho de muerte y asistido por un sacerdote, este le insinuó:

“Mi General, ha llegado la hora de perdonar a sus enemigos”.

“No me queda ni uno. Los he fusilado a todos”.- Respondió Narváez.

Fueron sus últimas palabras.

Y esta era una de las muchas historias que contaba mi padre.


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