Cosas que aparecen y desaparecen

EMILIO GÓMEZ
(Periodista-Director)


El mundo cambia. Las ciudades y los pueblos también. Los sitios siguen ahí pero cambian de forma. Donde antes había una zapatería tradicional, hay una perfumería de esas franquiciadas o un comercio con nombre americano. Cuando uno se para en medio de la calle y mira alrededor, es cuando empieza a reconocer lo que está y lo que se ha ido. Lo que llegó y lo que se perdió.

Todo mejora con el paso del tiempo. Los coches de antes no tienen nada que ver con los de ahora. Los ordenadores y los móviles han cambio como del cielo a la tierra pues ahora sí son mucho más inteligentes. Tenemos mejores comunicaciones, ¿se acuerdan de las curvas de Espiel? La medicina ha dado un salto espectacular en sus avances y la tecnología es la que mueve el mundo. Todos esos cambios han venido bien a la humanidad aunque, en ocasiones, no hemos sabido interpretarlos.

Luego hay otras cosas que no cambian. El mar, el sol, las estrellas. Todo sigue ahí. Como si nunca se acabara. Los cambios que estamos produciendo son fabulosos pero tan solo podemos cambiar algunas cosas. Otras son más grandes que nosotros.

Actualmente vivimos en el mundo de la inmediatez. Lo queremos todo ‘ya’ y con el menor esfuerzo posible. No le hemos dado tiempo a la pausa, al silencio y a la reflexión. Eso era importante para apreciar lo que tenemos. Ese es uno de los problemas de adquirir las cosas tan rápido. No le damos valor. La tecnología ha volado en su progreso pero el arte, el talento y la cultura han perdido. No tenemos la misma música, el mismo ritmo, el mismo tono. Las canciones no suenan igual y la gente se olvidó de los libros. Se ha dejado de leer y se comunica de otra manera. Antes te comunicabas con gente alrededor. Hoy lo haces a través del móvil, de correos electrónicos o de redes sociales. A pesar de estar más conectados, las nuevas tecnologías están aislando más a las personas.

Lo individual le ha ganado la partida a lo colectivo. Atrás quedaron esos tiempos cuando la gente se ponía de acuerdo para todo. Se conectaban entre sí para hacerse recados, favores o lo que hiciera falta. Era ese mundo de calles con gente que venía con cestos de huevos, verdura en las manos y el pan debajo del brazo, cuando se veían esos canastos de mimbre de los que hablaba Manolo García en sus canciones. Uno aliñaba aceitunas y las compartía con sus vecinos, se iba con las ‘lecheritas’ para comprar la leche recién ordeñada en la casa del vaquero o verdura fresca en la del hortelano.

Todo ha cambiado tanto que sería casi imposible vivir en este mundo solo con lo que teníamos antes. El mundo se ha modernizado de tal manera que vamos a los grandes supermercados y cogemos la comida de los estantes pensando en el precio y poco más. Parece que ese alimento (sea cual sea) ha estado siempre ahí para nosotros. No pensamos en que ha sido producido, cultivado o criado en una granja, en un huerto o en la dehesa. Las nuevas generaciones no saben ya ni de lo que hablo. No vieron esa vida de calle en la que cada uno producía una cosa o se dedicaba a algo concreto. Hemos llenado todo de oficios relacionados con la burocracia y el terreno administrativo. Los trabajos se hacen desde un ordenador y las amistades también. Las calles se están quedando más vacías que nunca. Y es que ya se sabe, la modernidad trae aires nuevos que olvidan la existencia de la historia de las cosas. 


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