'Pa feria'. Conversaciones con mi padre

ARTURO LUNA BRICEÑO

Ya van para treinta y dos años que nos abandonó. Como él solía decir, cuando se le preguntaba por su edad y sus perspectivas de vida, le gustaba responder: No hay que ponerle límites a la providencia.

Y fue la providencia la que decidió no favorecerle y abrirle la puerta del más allá. Y para allí se fue. Llevándose su sabiduría, su inmensa cultura y su gran interés por la historia de su tierra. 

Con mi hermana Petra, los cuatro pequeños en una feria de los 50.


Era mi padre un buen hijo de su pueblo, en su conciencia, en su filosofía y su saber estar, supo siempre de dónde venía. Nunca fue ambicioso y siempre quiso, a pesar de todos nosotros, quedarse sobre la tierra que lo vio nacer. Había aquí que cantar con el trovador medieval de Mío Cid, emulando su romance y acompasándonos al son de su zanfoña y decir elevando la voz: ¡Dios, que buen tarugo! 

La Calle del Infierno en los 50


Y en el último cuarto del siglo veinte, el mismo siglo que al empezar su andadura lo vio nacer, dejó de pedirle prodigalidad a la providencia y entregó a la tierra su cuerpo y el alma a Dios. Lejos de su Pozoblanco querido pero cerca del Río Guadalquivir y la vieja Aljama cordobesa que tanto le gustó investigar. Y nos dejó con amargor en la boca. Con rabia en el alma y con la soledad que deja un contertulio cuando falta al diálogo. 

Con mi hermana Petra, los cuatro pequeños en una feria de los 50.


Hoy lo echo de menos. Me vienen a la memoria las mañanas de feria en que nos llevaba al real para ver las casetas de la gallinita de guinea, que no ponía huevos, pero cacarea. Los monos saltarines de las selvas del Japón y toda clase de animales que se suponía que había dentro del barracón. A su lado la cata del vino de Cariñena y algo más abajo, dando la espalda al mercado de ganado, estaba el Teatro Segura con una banda de negros autómatas que simulaban tocar la música que salía de un abollado altavoz. 

Camino de la feria.


Hoy la feria no es parecida a aquella de principios de 1950, porque los años han cambiado que es una barbaridad. También hemos cambiado con ellos. Y ahora que llegan las fiestas me gustaría volver a las largas conversaciones sobre la historia de Pozoblanco y de Los Pedroches que manteníamos en casa. 

Con mis padres y mis tres hermanos  José Antonio, Ángel y Tere.


Él nació en Pozoblanco, pero sus padres eran de Pedroche. Mis abuelos a los que no conocí, murieron veinte años antes de que yo naciera. Se llamaban Teodoro y Demetria. Mi abuelo era de familia minera, originaria de las Minas del Horcajo y mi abuela de rancia saga gachera. 

Caseta de Peña Taurina en los  años 50


Mi padre no me hablaba mucho de su familia. Me contó que mi abuelo era mecánico. Que fue el primero que tuvo una bicicleta en Pozoblanco y que junto a mi padrino, mi tío Pepe Luna, subieron con una grúa de vapor las piedras para construir la Torre de Santa Catalina… y poco más. 

Mi padre y su escuela.


A él le debo mi afición a la historia. Me enseñó a conocer y amar a mi pueblo, y verá, esté donde esté, que no lo he decepcionado.

Estoy rematando los últimos detalles de mi libro: El Estado de los Pedroches, y en cada corrección que hago me acuerdo de su letra, de su increíble memoria y de aquellos largos diálogos sobre los viejos caminos de Los Pedroches. De el nacimiento de la industria en Pozoblanco. De los artesanos y de los oficios que el conoció de niño y que hoy han desaparecido. De todas esas vivencias e investigaciones he encontrado en su archivo un libro mecanografiado que él titulaba: Lenguaje de Pozoblanco. He pensado publicarlo algún día porque es un magnífico trabajo sobre la “jherga” taruga, con un montón de anécdotas e historietas que lo hacen muy ameno. 

Mi padre en sus bodas de oro.


Me gustaría decirle que ya podemos ir más allá en los viejos diálogos. No hay motivo de terminarlos diciendo que el tema de controversia que teníamos sobre Pozoblanco y que acabábamos con la frase: “Eso debe de estar en el Catastro de Ensenada”. Porque ya hace dieciséis años que transcribí y recuperé el Catastro de Pozoblanco. Es uno, si no es el único, que se ha recuperado entero de los que conservaba la Hacienda Real. Por empeño de mi mujer lo hice y ahora en esos diálogos que mantengo contigo en la soledad del folio blanco; y con la esperanza de que me contestes, saco mi archivo del Catastro de Ensenada y pienso: Tenías razón, aquí está la solución de nuestras dudas.

Llega la feria y me gusta subir andando los adoquines que me acercan al real. Y te echo de menos, como echo de menos a todos vosotros con los que la providencia no fue generosa. 


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