¿Me incluyes?

SILVIA POZUELO JAUT


Quiero que imagines a un equipo de científicos en un laboratorio. ¿Los tienes en mente? Genial. Ahora, un grupo de políticos en el congreso de los diputados. Perfecto. Por último, imagina a cinco historiadores que por fin han hallado solución a una cuestión arqueológica.

Ahora quiero que reflexiones. ¿Me incluyes? ¿Había alguna mujer en tu cabeza, en alguno de los tres grupos? La respuesta más factible es que no, y que simplemente hubieras proyectado una imagen de un grupo de aproximadamente 10 o 15 hombres con bata blanca, traje o simplemente en vaqueros. Pero hombres. Y es aquí a donde quiero llegar. ¿Hasta qué punto el lenguaje inclusivo es necesario, o es simplemente un invento superfluo feminista?

Hasta hace poco, yo era una fiel defensora del masculino genérico, pues, si somos objetivos y coherentes con nuestra propia lengua, decir científicos y científicas cuando podríamos decir simplemente científicos y que se entienda el mensaje es, simplemente, una pérdida de tiempo. Es, como cuando determinados necios del norte de España afirman que el andaluz es español mal hablado, basándose en ejemplos como para y pa’.

Y de alguna forma, este argumento llegaba a parecer irrefutable, puesto que en un habla se tiende a la economía del lenguaje. Pero, como ya hemos comprobado con la introducción de este pequeño ensayo, no ocurre así, ya que el masculino genérico, no es tan genérico como debiera ser. (Si has pensado en alguna mujer al principio, significa que al menos vamos por buen camino). Y esto en parte se debe a las circunstancias históricas que han acompañado tanto al hombre como a la mujer a lo largo de toda su existencia. (O casi, ya que en las sociedades prehistóricas podemos hablar de una igualdad relativa entre ambos sexos).

Mientras que la mujer ha tenido como principales ocupaciones el cuidado de los hijos, la costura, la atención a las tareas del hogar, y, en los últimos tiempos quizás la música o las letras (por supuesto sin recibir la visibilidad que merecieran), los hombres siempre se han ocupado de hacer historia. De la política, la ciencia, la filosofía, la tecnología o la historia. Conocemos a Bismarck, Einstein, Aristóteles, Steve Jobs o Manetón pero no conocemos a Rosa Luxemburgo, Rosalind Franklin, Hipatia de Alejandría, Ellen Swallow o Margaret Cavendish.

Y por supuesto, que este hecho no va a cambiar por decir científicos y científicas, pero sí deja en evidencia que el masculino genérico no es genérico, sino un uso de la lengua despótico hacia el sexo femenino, que no es sino consecuencia directa de la falocracia histórica.

Por otro lado, hemos de tener en cuenta también, que para un hombre llega a ser incluso una ofensa que se use algo parecido al femenino genérico, o que, cuando los varones empezaron a irrumpir, hace aproximadamente un siglo, en tareas hasta entonces consideradas de mujeres, como por ejemplo, modista, se creó el término modisto. Y no es la misma la concepción que se tiene de modista (mujer que cose), a la de modisto, (diseñador de alta costura).

No obstante, cuando se intentan crear términos como médica, jueza o gerenta, a todos nos “chirrían” los oídos. Dicho esto, también quiero remarcar que palabras como portavozas, miembras o jóvenas, me parecen un disparate bastante perfectible, pues siempre se puede decir la portavoz, la miembro o la joven.

En conclusión, pienso que la sociedad en general debe reflexionar acerca de los estereotipos de género escondidos en el lenguaje, y, aunque quizás la acentuación de ambos géneros o la repetición instantánea de todos los determinantes que componen el español no sea la mejor solución, como colectivo feminista que abiertamente deberíamos ser todos los que creemos en la igualdad de la mujer y el hombre, hemos de pensar en una solución técnica que abogue tanto por la economía natural del lenguaje como por los derechos de las mujeres para verse representadas en determinadas palabras.

Y ahora, ¿me incluyes?


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