Desde mi ventana de Southampton... Almas contaminadas

MIGUEL CARDADOR MANSO 
(Ingeniero Sup. Industrial)

Esta semana los calendarios han marcado el inicio del otoño. Los pozoalbenses lo miramos con ojos desafiantes, estirando los días de estío con la alianza de la feria y los últimos resquicios de calor cortesía del “veranillo de San Miguel”. El lunes de resaca nos abofetea con la cruda realidad de que los días de pantalones cortos llegan a su fin. El campo desempolvará del armario su crujiente alfombra de hojas secas. Los jóvenes, ahora de verdad, vuelven al colegio. Los universitarios abandonan el valle. Y a los padres le toca echar algo de menos a los últimos y empujar a los primeros a que hagan los deberes.

Pero, no sólo de libros, lecturas y cuentas viven los niños durante el otoño e invierno. Escuelas, equipos, asociaciones y agrupaciones de toda clase y condición, esperan a viejos conocidos y nuevos aspirantes para formar parte de sus listas. Muchos se decantarán por practicar algún deporte, aportando los siempre recomendables beneficios físicos y de salud, además de otras positivas enseñanzas y valores.

Juan es una esas personas que he conocido gracias al balón. Un auténtico liante, bastante culpable de que la palabra aburrimiento no esté en mi diccionario sevillano. El cúmulo de equipos, partidos e incluso entrenamientos a los que me insta a asistir son los responsables. Un domingo, tras el partido mañanero con nuestro equipo Chievo Triana, acudí a ver un encuentro de fútbol sala infantil -12 años-, donde él entrena. Escogí asiento en el lado de la hinchada amiga, modelada por entusiastas padres y yo. Con el pitido inicial comenzó el espectáculo. El espectáculo de padres realizando competencia desleal contra mi amigo con sus lecciones tácticas. Unos siete entrenadores en total, casi uno por cada jugador del equipo. Gritos de ¡pásala!, ¡tira!, ¡presiona!, ¡árbitro falta!…y otras expresiones no aptas para todos los públicos, contrastaban con las ganas de los chavales de jugar, y nada más que de jugar.

Presenciando aquellas almas libres incapaces de dar una mala patada, ni realizar un mal gesto, me cuestionaba en qué momento transformarnos al niño inocente en un bandolero de los terrenos de juego. Las barbaridades presenciadas a lo largo de mi carrera deportiva amateur fundamentan mi pregunta. Rivales con navajas escondidas bajo la media, invasiones de campo – os garantizo que no por celebrar un títuloy patadas que dejan la de De Jong a Xabi Alonso en un cariñoso saludo.

Fue entonces cuando encontré parte de la respuesta en mis acompañantes con doble personalidad; padres de lunes a viernes y hooligans durante el fin de semana. El ejemplo de estos y otros aficionados que mandan recuerdos incluso al perro del colegiado, así como entrenadores que sugieren traspasar la línea roja de la picaresca; conducen al tenebroso sendero de todo tipo de agresiones y falta de respeto tanto a rivales como a árbitros. Incluso a escenas de niños que se niegan a jugar, cito literalmente, “mientras ese hombre de la grada me siga diciendo cosas”.

Pobres espíritus corrompidos que no recibirán el deporte como medio de aprender, hacer actividad física, disfrutar y base para evitar posibles adicciones nocivas. Sino como un ring donde todo es válido por conseguir la victoria. Y me compadezco de aquellos/as que son instigados a ser el próximo Rafa Nadal/Arantxa Sánchez Vicario, Pau Gasol/Amaya Valdemoro o Iniesta/Vero Boquete. Bastantes de los que le han puesto tan altas metas, han acabo por no jugar “ni a las tabas”; aburridos de tantas horas de entrenamiento y olvidar el concepto de la palabra diversión.


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