Nuestra educación en el vagón de cola

MIGUEL CARDADOR LÓPEZ
(Presidente-Editor)

Comienza el nuevo curso 2015- 16, y nuestro país, o mejor dicho, sus dirigentes políticos, llevan muchos años sin encontrar el camino adecuado para esta materia de la educación, lo que supone limitar las posibilidades de quienes en un futuro deberán tirar del país. Al ser la educación, tal vez, el pilar más básico en el que debe sustentarse cualquier país, una política educativa inconsistente y errática supone un viaje a la decadencia de toda la sociedad. Ésta, aunque parezca inverosímil, es la opción que ha elegido España.

Todas estas deficiencias las ha provocado fundamentalmente el bipartidismo, pues son los dos partidos mayoritarios los que han gobernado desde que se instauró la democracia. Y dentro de los dos partidos, el PSOE tiene mayor parte de culpa, pues el 80% del tiempo los estudiantes han vivido bajo sus leyes, y el PP, cuando ha tenido la oportunidad de cambiarlo, no ha sabido corregir como es debido los errores y ha legislado igual de mal.

Uno y otro sólo han buscado la rentabilidad electoral, el sumar votos siempre ha sido su prioridad, y si además a ello sumamos las particularidades e intereses, en ocasiones oscuros, de cada autonomía, llegamos al estado actual de inestabilidad, mediocridad y deficiencia educativa.

A finales del siglo XIX, Japón tomó una decisión que cambiaría por completo su rumbo y destino, para llegar a ser una de las economías más avanzadas del mundo. En 1.872, aprobaron el Código Fundamental de Educación, donde la ciudadanía era el principal recurso de la nación, y, por lo tanto, su futuro dependería en gran medida de su capacidad para prepararla mejor. Este modelo nipón, en las últimas décadas, ha sido copiado por distintos países asiáticos.

Para que tengamos una idea más clara, según la OCDE, un estudiante japonés de secundaria tiene hoy en día los mismos conocimientos que un graduado de universidad español. No tenemos ninguna universidad entre las 100 mejores del mundo, y además, España, es triste líder en la Unión Europea en fracaso escolar, con una tasa del 22%, que dobla la media de toda la comunidad.

Es de locos, y de poco sentido común, que en tan sólo tres décadas los grupos políticos hayan utilizado un asunto tan importante y delicado como es la política educativa como arma arrojadiza contra el rival político, y hayan sido incapaces de llegar a un gran pacto de Estado en esta materia vital para la sociedad y vayamos ya por la séptima ley educativa; cada una de ellas a cual peor.

Por todo esto es normal que los profesores de colegios, institutos y universidades estén desmoralizados, ya que su figura está cada vez más desprotegida y debilitada, y en muchas circunstancias se encuentran atados de pies y manos. En ese cambio invertido a favor (supuestamente) de los alumnos, sólo se promueve la mediocridad, por eso no nos puede extrañar que ésta se extienda y refleje en las empresas o la política, por poner un ejemplo.

Dentro de las posibles carencias que tuviera también la educación hace 40 años, había una cosa en la que todos estaban de acuerdo, que era la figura intocable del docente, y con ello la máxima libertad y autoridad para impartir las enseñanzas. Hasta tal punto llegaba, que si el maestro te castigaba por algún motivo, el alumno rezaba para que el maestro no se encontrara ese día con su padre, porque entonces el castigo más duro vendría del propio padre. Lo que supone que, al margen de la nefasta inestabilidad de la legislación educativa, también desde hace bastantes años hay una arraigada, profunda y torpe corriente social, que alcanza a muchos de los propios progenitores, y que, de forma irresponsable, está penosamente instalada en la permisividad absoluta, en la laxitud, y en la nula exigencia en el esfuerzo y el deber para con sus propios hijos.

Por encima de gobiernos centrales, autonómicos, etc., muchas familias debieran meditar, y saber que el mayor tesoro que pueden entregar a sus hijos es una buena educación, y los poderes públicos deben de coger el toro por los cuernos de una vez por todas y poner en marcha, de forma consensuada para que sea estable, nuestro Código Fundamental de Educación, como hizo Japón hace más de un siglo, porque en las escuelas es donde comienza a transformarse un país.


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