Sonidos, silencios y aromas. El mundo perdido de los artesanos. Trajineros y vendedores nómadas que recorrieron Pozoblanco

ARTURO LUNA BRICEÑO


Entre los lejanos recuerdos de mi niñez en Pozoblanco están los pregones y sonidos que hacían los vendedores ambulantes de productos artesanos y los que elaboraban sus productos en las puertas de las casas. Basándome en esas vivencias escribí y dirigí mi serie en TVE: “Oficios para el recuerdo”.

En ella, más que recrear las técnicas de los artesanos, me gustaba captar y mostrar el ritual de sus talleres. Un taller tradicional de un menestral en el oficio, que lo hubiera heredado de su padre, y éste a su vez del suyo y así en una cadena de cesiones y secretos que se perdía en el tiempo. Esa ristra de sapiencia transmitida a través de sonidos y silencios se respiraba en los viejos talleres de mi pueblo. Yo trabajé de carpintero en uno, con mi maestro: “Pepe el Charral”, uno de los ebanistas más finos que ha habido en Pozoblanco. Me contaba que su mote venía porque su padre, de mozo tenía una navaja de muelles, que no debían de estar muy engrasados y cuando la navaja la abría, emitía un sonido de “Charral”, y de ahí el mote. Y hecho este homenaje a Pepe, que Dios lo tenga en su gloria, seguiré mi paseo por el mundo de los menestrales que habitaron y tuvieron banco y sitio en mi pueblo.



Algunos, como los pieleros y curtidores, por razones del olor a descomposición que desprendían las pieles al ser adobadas, fermentadas y tundidas, debían de vivir en los alfoces del pueblo y a orilla del viejo Arroyo de la Condesa, que aliviaba las inmundicias que la tenería producía. Hoy son unos de los obradores que el tiempo se llevó.

Los oficios del yunque eran los que mejores sonidos producían, Los había que elaboraban herraduras y eran horas las que acompasando los golpes, sobre el hierro candente, el martillo y el mazo se turnaban en el golpear marcando un compás. También lo herradores, sede de los viejos albéitar, que también usaban el fuego y el yunque para adaptarle las herraduras a las bestias.



Sonidos menos rotundos y más alegres los marcaban los latoneros cuando trabajaban las cantaras para los lecheros, las alcuzas y los canalones que remataban con originales gárgolas de hojalata que simulaban la boca de un dragón.

Pero los reyes del golpe seco eran los aladreros. Los constructores de carros que trabajaban la dura madera de encina seca para hacer sus carros y carretas. Eran poseedores de una técnica digna de admiración. La aprendían de padres a hijos y consistía en labrar la maza de una rueda, dándole a cada escopladura para encajar un radio el ángulo exacto, para que la futura rueda igualara las duelas y tuviera un futuro buen rodar.



Del mundo de los tejedores, que antaño fueron muchos, quedaban dos talleres que se dedicaban a la jarapa, o mejor dicho mantas de pendones, por hacer las hilaturas de girones de ropas viejas. El sonido del telar también era acompasado entre los golpes que producía el peine en la madera y la lanzadera al acabar su ir y venir en el final del canal.

De fuera nos venían los vendedores de la carne de membrillo, que recorrían las aceras del pueblo cargando en un hombro un balancín que llevaba varias cajas de dulce membrillo a la vez que voceaban: “Carne membrillo de Puente Genel”. Porque en ese pueblo de la campiña tiene asiento y solar la Andalucía de la “e” que consiste en cambiar la “i” por una “e”.



Casi a la par, los vendedores de velones de Lucena, cargando con un entramado de madera del que colgaban un buen número de utensilios de cobre y bronce. Estos no gritaban. Se anunciaban chocando dos planchas de bronce, y los muchachos al oírlos le preguntaban: ¿A quién le va? Porque el sonido era muy parecido al que hacía el campanillo que acompañaba a la Majestad, que era el cortejo que llevaba el cura cuando iba a dar la comunión a un moribundo. Y el velonero se cabreaba y les tiraba las planchas.



A todos ellos los volví a ver en mi vida profesional, a los que no encontré fue a los que fabricaban de puerta en puerta los fideos. Para ello el ama de casa que requería sus servicios debía de facilitarle la harina y los huevos para hacer la masa. Luego ellos elaboraban la pasta y la pasaban por un artilugio de hojalata por el que salían los fideos que caían sobre una sábana tendida.

Hoy todo es ruido y lineales de supermercados. Y hay quién dice que las cosas no saben igual. Tal vez porque le falta el ingrediente del rito. 




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