Aquellas vacaciones que nunca fueron

MIGUEL CARDADOR LÓPEZ
(Presidente-Editor)


Estamos a punto de terminar agosto, el mes por antonomasia de las vacaciones, en unas semanas, sin apenas darnos cuenta, llegará el otoño y todo cambiará, como si fuera un año nuevo.

Hoy en día casi todo el mundo se va de vacaciones fuera, mayoritariamente a la playa. Unos días, una semana, hotel, apartamento, camping, etc, pero el caso es decir que nos hemos ido de vacaciones. Hubo un tiempo no tan lejano que esto no era así.

A finales de los años setenta, cuando era un adolescente y estaba trabajando en el taller de mi tío Manuel Cardador y de mi padre, en la calle Mayor, en este mes eran muchos los pozoalbenses ausentes que estaban trabajando en Cataluña, Madrid o Valencia, que venían a pasar todas o parte de sus vacaciones al pueblo y entraban al taller a saludar y comentar con mi tío y mi padre cómo les iba la vida y anécdotas de la misma. Yo prestaba mucha atención porque aquello era un mundo de fantasía para mí, porque yo como la mayoría del pueblo no teníamos vacaciones y mucho menos la posibilidad de irnos a la playa.

Yo divagaba mentalmente que estaba en una de ellas, al pie de un acantilado. El lugar era tranquilo pues la playa estaba algo retirada. El agua se veía a lo lejos, lo mismo que una urbanización medio oculta por las rocas.

Estaba leyendo el libro “La vida sale al encuentro” de Martín Vigil. De vez en cuando oigo los chapuzones de unos diez muchachos que se arrojan al agua desde allí. A veces dejo de leer, levanto la vista y los observo, chicos y chicas entre los 15 y 16 años, pandillas de esas que suelen formarse en verano, el incipiente terral trae el eco de sus voces y sus risas.

Cierro definitivamente el libro y los observó más atento. La pareja chico y chica sentados un poco aparte, charlando con voz tenue. Los reconozco tan fácilmente como si yo mismo fuera uno de ellos, en esos veranos que parecían interminables. Sabor de sal, chapuzones, juegos, reuniones de atardecer en lugares como este, primeras palabras de libertad, de amistad y quizás la primera vez de amor. El primer beso, el abrirse al mundo, a la vida, al sexo, gracias al mar cercano y cómplice.

Sigo mirando al grupo de adolescentes, siguen ahí sin envejecer nunca, en el mirador pulido en la roca. Siempre distintos y siempre idénticos. Y además siempre tienen entre 15 y 16 años.

El tímido mira de lejos a la muchacha que le gusta y el gracioso los hace reír a todos, y el audaz se lanza al agua desde lo más alto, y las tres jovencitas siguen sentadas un poquito aparte, mirando a hurtadillas a los chicos mientras ellas hablan de sus cosas.

Pero la realidad me despierta con la despedida del paisano que tuvo que hacer la maleta y marcharse muy lejos de su pueblo para poder vivir él y su familia.

No sólo llegaban de Pozoblanco, también de pueblos de la comarca que conocían el taller. Yo los envidiaba, pero de lo que no era consciente era de la poca calidad de vida que la mayoría de ellos tenían, saliendo al amanecer de su domicilio y llegando de noche, a pisos enjaulados de sesenta metros cuadrados.

Por fin me llegó a mí el momento de poder ir de verdad de vacaciones a la playa, cuatro días a Torremolinos, cuando tenía 25 años y ya no trabajaba en el viejo taller, lo hacía en la empresa en la que estoy en la actualidad.

Fue, como no, en el mes de agosto, un año antes de casarme, con mi mujer Isabel, que entonces era mi novia, y mi madre Luciana, que era la primera vez que veía el mar, y sin ella no hubieran dejado venir a mi novia mis suegros.

Suena al fondo en el televisor la melodía de “Verano Azul”, a mí ahora me gustaría decir que la vida se renueva a sí misma. Y ustedes, y yo, y cuantos nos precedieron junto al mar impasible, seguimos sentados ahí arriba, despertando cada verano al mundo, al amor, al sexo y a la vida mientras alguien nos observa desde lejos y yo sigo leyendo mi libro “La vida sale al encuentro”.

Verdad o imaginación, qué más da, ambas forman parte vital de nuestra propia existencia y del ciclo que nos tocó vivir.


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