Los ciclos del agua

ARTURO LUNA BRICEÑO


He vivido, a lo largo de mis setenta y tres años, cuatro periodos de sequía. De la primera tengo vivos recuerdos porque en Pozoblanco en los años de la década de 1.950 al 1.960 existían dos maneras de abastecerse de agua. Una propia de cada casa que la facilitaba el pozo. Hay que tener en cuenta que era muy rara la gente que habitaba en pisos. La mayoría de las casas tenía su patio, su corral y hasta su huerto, que era el lugar en el que solía estar el pozo. La otra vía de abastecimiento la proporcionaba el “agua del tubo”, que así se denominaba a la que procedía, canalizada por tuberías, del pantano de la Garganta, que era propiedad de la Compañía de Ferrocarriles de Peñarroya a Puertollano. Agua que abastecía a las máquinas de vapor que movían los trenes. Para esta función todas las estaciones estaban dotadas de una manguera que llenaba en cada parada el depósito de agua de la locomotora,

Los excedentes de agua se almacenaban en un depósito que todavía subsiste junto a la Cruz de la Unidad, en el viejo paraje del Molino del Viento. Éste abastecimiento tenía dos vertientes: Una para los ricos y otra para los pobres.

La de los ricos consistía en una red de tuberías de plomo que hacían llegar el agua a las viviendas. Suministro que era intermitente y que en cada casa, para paliar las restricciones, existía un depósito de uralita colocado en la parte más elevada del edificio. No se ponían en los tejados porque se hundían con el peso del recipiente lleno.



Los pobres, los que no se podían costear la instalación de las tuberías de plomo y pagar el abono del agua consumida, tenían que acudir a suministrarse de agua para beber y guisar, a las casetas del “Agua del Tubo”. Casetas que estaban atendidas por mujeres que eran expertas en el manejo de la llave del agua. Los sedientos llegaban con sus cántaros y los colocaban en la base de una hornacina de hierro y debajo de un caño curvo de bronce. Cuando la boca estaba ajustada al chorro, la tubera miraba por un ventanillo que tenía la hornacina y abría el grifo. Con tal habilidad, que difícilmente derramaba agua, y eso que los cantaros se llenaban hasta el borde de la boca.

Las casetas del Tubo tenían las mismas restricciones que los adinerados de las tuberías de plomo. El agua del tubo venía cuando venía y eso era un secreto difícil de conocer. Y cuando esto ocurría, los sedientos vecinos no tenían más remedio que tumbar panza arriba a sus cantaros en una rigurosa cola. Orden cántaril que se organizaba en cuadro, ocupando un gran terreno en torno a la caseta.



A veces cortaban la calle para el paso de vehículos y carruajes, para garantizar la seguridad de los recipientes de barro, que aguardaban acostados en el empedrado la llegada del agua dulce de la Garganta. El espectáculo era digno de observar. Los cantaros eran todos de barro rojo, unos de factura local, elaborados en las alfarerías de Pozoblanco y otros de los obradores de Hinojosa del Duque. Se los distinguían por las asas, Porque la capacidad era la misma para unos y para otros: 16 litros.

La cola cantarera mostraba un variado panorama que iba de los cantaros de dos asas a los de un asa. Luego había que fijarse en las heridas que los usos y las tantas idas y venidas o esperas en el tubo le habían marcado. La gran mayoría tenían las bocas “esportillás”, otros, a sus mellas, añadían un asa rota e incluso existían algunos que mostraban las lañas puestas para evitar una rajadura y para más seguridad le aplicaban un pegote de cemento.



Otro peligro que corrían era que, por el tumbadero de los cantaros en espera, apareciera una pandilla de niños que iban de ribete. El ribete era una costumbre gamberra, muy arraigada en la cultura popular de Pozoblanco, que consistía en ir de calle en calle, y en las casas que tenía las puertas abiertas y no se veía a nadie, entrar y tirar las macetas, tumbar las sillas o hacer otra “gracia”. Pero el mayor placer para los ribeteros tarugos era encontrar una cola de cántaros al anochecer y sin nadie que los vigilara,

Son recuerdos de los viejos tiempos de los ciclos del agua. Tiempos hoy irrepetibles porque están prohibidas las tuberías de plomo para conducir agua potable, para evitar la saturnina que tantos estragos causa en las dentaduras. Y la uralita, puro amianto cancerígeno.

¿Que mujer de hoy se pondría la “ruilla” en la cabeza para transportar un cántaro lleno y aprovechando el viaje, y para nivelar el peso, llevar otro en la mano? Pues eso. 




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