Los efectos ópticos de la tienda de los Escribano

EMILIO GÓMEZ
(Periodista-Director)


El callejón del Gato es una especie de pasaje peatonal incrustado en el corazón del Madrid antiguo, casi pegado a la Puerta del Sol. En esa histórica callejuela, repleta ahora de restaurantes y tabernas, un comerciante instaló a principios del siglo XX dos espejos deformantes como reclamo para atraer clientes, uno cóncavo y otro convexo.

Apoyándose en esos espejos que deformaban a los paseantes que se asomaban en ellos, Ramón del Valle Inclán creó el esperpento como recurso literario para describir con dramatismo, pero también satíricamente, la realidad social española de su tiempo.

Ocho décadas después, ese espíritu de Valle Inclán sigue presente. La metáfora de un país donde se sigue deformando la realidad con ese juego de espejos que crea el esperpento.

En Pozoblanco, una de las mejores tiendas de moda y confección fue la de Tejidos Escribano. Estaba en pleno centro, en la calle Real, a escasos metros del Ayuntamiento (por debajo del Bar Casa Luis). Allí había un gran escaparate donde los chavales jugaban a flotar en el cristal. Uno se situaba enfrente del otro colocando su cara y su cuerpo entre la luna del cristal. Al moverse, el otro veía como se duplicaban las extremidades de su compañero produciendo un efecto de lo más gracioso. Si movía un brazo, aparecían dos. Lo mismo se producía con el movimiento de las piernas. Era un alboroto infantil permanente el que se producía en la puerta de la Tienda de los Escribano. Un efecto óptico que servía de juego para unos ilusionados chiquillos que no paraban de reír y de saltar moviendo sus cuerpos en el cristal. Desde entonces, la fantasía de este lugar ha quedado en nuestro recuerdo.



El retrato de aquellos niños y jóvenes que pasaron por esos espejos, es el retrato de otra sociedad. Posiblemente venga a ser la misma pero más cambiada. Era una sociedad más de calle, que se sorprendía con cualquier cosa y que soñaba con lo mucho que le faltaba. Sin embargo, no pedía grandes cosas pues estas venían por sí solas. Nadie reclamaba lo material. Se vivía en una ilusión más sentimental. Ahora vemos como está de moda vender experiencias. Para ello, hay que viajar, conocer, explorar países desconocidos, montes escondidos, lagunas que solo están en los mapas. Nuestra isla del tesoro estaba aquí, en los barrios, en las callejuelas, en los campos escondidos, en las zahúrdas abandonadas, en las chozas que dejamos a medio hacer y en esas lunas de cristal flotantes. Eso eran experiencias. No habría dinero para pagar por ellas porque eso fue lo que vivimos. Y no se pueden repetir. Eso es lo malo. Esas experiencias ya nadie nos las venderá.

El tiempo es el que va quitando las hojas de los almanaques deshojando nuestras experiencias, vidas y lugares por donde hemos habitado. A pesar de ello, seguimos coleccionando momentos que no dejamos escapar. Al pasar por donde estaba aquella tienda de los Escribano, miro como si allí hubiera un rico paraíso perdido. No están los espejos donde mirarse frente a frente pero resuenan los gritos, las risas y las palabras de aquellos chiquillos. No es el efecto óptico el que ya se ve, sino el efecto de tiempo que ya se fue. 


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