El valor de las cosas

FÉLIX ÁNGEL MORENO RUIZ


Un día cualquiera, enciendo el televisor, paseo por los distintos canales de la TDT y no es infrecuente toparme (sea la hora que sea) con un programa dedicado a la subasta de productos de la más variopinta condición. Quedo hipnotizado unos segundos por las imágenes y, antes de cambiar, reflexiono brevemente sobre el valor de las cosas.


El valor de las cosas.

Los productos se elaboran con materias primas de diversa naturaleza. Luego están los costes de producción, que también son distintos pues no vale lo mismo producir un chorizo que un coche, por ejemplo. Finalmente, cuando la mercancía está terminada, se le añaden los costes de distribución, de promoción y de venta. En cada una de estas fases, las personas implicadas les aplican al objeto los correspondientes beneficios, de manera que, cuando llega a manos del consumidor, el precio lleva incorporadas todas las comisiones, que no siempre son proporcionales al esfuerzo, al tiempo y al trabajo invertidos. Si le preguntáramos a un productor agrario qué opina al respecto, posiblemente nos confesaría con rabia lo que cobra por un kilo de naranjas, de limones o de sandías y el precio que luego alcanza en las tiendas.

Ocurre también que al producto se le añaden elementos accesorios que pueden elevar exponencialmente su valor en el mercado. La marca es, precisamente, el gran invento (genial, diría yo) que ha permitido a las empresas jugar con los precios. A través de ella, se pueden transmitir valores de prestigio, elegancia, cultura, riqueza… Así, hay personas que piensan (pobrecitas ellas) que, con adquirir el objeto, se poseen también las cualidades que lleva aparejadas, como si fuera la pócima mágica del druida Panoramix, la cual, con solo beberla, otorgaba una fuerza descomunal. Los publicistas (gente lista), conscientes de esta plusvalía subjetiva, han sabido explotarla para inflar el precio final y así, desde la aparición de la televisión y del cine, y, con ellos, de rostros populares (actores, presentadores, periodistas, cantantes o, simplemente, famosos), se han servido de su prestigio y de su fama para vender hasta lo invendible. Ahora, que acabamos de salir del Black Friday y nos dirigimos con paso firme hacia las Navidades (otra fecha consumista), nos topamos con innumerables ejemplos, aunque quizás se lleven la palma los perfumes. Cualquier galán de medio pelo, cualquier triunfito promociona con su nombre y con su imagen una colonia, aunque no tenga ni idea de cómo se elabora.

A veces, sucede que un producto en concreto alcanza un precio meteórico o es consumido con frenesí cuando lo adquiere alguien con una gran capacidad de influencia. Es lo que ocurrió con unos zapatos que llevó en una ocasión la esposa del expresidente norteamericano Barack Obama: la empresa que los comercializaba vendió las existencias en un solo día. Y este absurdo llega a extremos delirantes si el objeto está asociado a un acontecimiento morboso. ¿Qué precio alcanzaría en una subasta el bote de barbitúricos que, supuestamente, utilizó Norma Jeane para suicidarse? ¿Y la pistola que acabó con la vida del presidente Lincoln? Y no digamos el fusil (el verdadero, no el de Lee Harvey Oswald) del que partieron las balas que destrozaron el cráneo de John Fitzgerald Kennedy. No habría euros en el banco para adquirirlo.

Siempre que reflexiono sobre estas cosas, me acuerdo inevitablemente de Van Gogh, pintor por el que siento una especial simpatía. El pobre Vicent, inmerso en sus pesadillas paranoicas, pedía a su hermano Theo, marchante de arte, en unas cartas repletas de amargura y de desesperación, que intentara vender alguno de sus cuadros. Como todo el mundo sabe, se cercenó una oreja en un momento de enajenación y, más tarde, falleció de forma horrible, a causa de una herida de bala que él mismo se hizo con un revólver. No soy yo quién para poner en duda la genialidad del pintor holandés, pero sí estoy convencido de que el precio que tiempo después alcanzaron algunos de sus cuadros (durante varios años, fueron los más cotizados en una subasta de arte) se debió, en parte, a su condición de maldito y a su particular forma de vivir y de morir.

En el mundillo de la literatura, que es el que más conozco (aunque sea levemente), se dan muchos casos de bipolaridad en este asunto del valor de los productos (los libros). Hay autores que conciben una obra, la escriben con sus puntos y sus comas, y la terminan satisfechos (o insatisfechos). Cuando, al moverla, no consiguen su propósito (un gran premio, la publicación en una editorial de prestigio, la atención de la crítica), entran en una fase depresiva que los lleva a renegar de ella; sin embargo, si, por casualidades de la vida o por su empeño, consiguen su propósito (un gran premio, la publicación en una editorial de prestigio, la atención de la crítica) y lo que este lleva aparejado (dinero, fama, elogios sin cuento), entonces pasan a una fase en la que pierden el sentido de la realidad y se creen pequeños demiurgos. Sin embargo, estos escritores no comprenden que, antes y después del éxito, la obra es la misma, con los mismos puntos y con las mismas comas, con las mismas grandezas y con las mismas miserias.

En fin, será cosa del valor de las cosas. O, sencillamente, porque, parafraseando al bueno de Obélix, “están locos estos humanos”.


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