Carnaval

EMILIO GÓMEZ
(Periodista)


La creatividad no puede apagarse ni agotarse. El arte tiene la capacidad de renovarse. El carnaval sigue vivo, a pesar de sus letras incómodas, del desenfado que provoca en la calle y de los detractores que tiene.

Los seres acomodados no quieren esta fiesta. Piensan que los puede poner contra las cuerdas. Tienen miedo a que los destapen. Son ellos los que van con careta y no los que van vestidos en esta fiesta. Hay dos maneras de entenderlo. La primera como algo que conecta con la emoción. Y la otra como un coro de voces encarnizadas y de ropajes endiablados que golpean las realidades más cercanas.

El carnaval es, a veces, una comedia nostálgica de todas las cosas de la vida. Es nostalgia porque no escapa a la fugacidad vital, pero es comedia también pues busca sonrisas. Es una espléndida versión cinematográfica, documental o sonora de lo que pasa en los pueblos. Una extraordinaria forma de ver la vida con esos golpes humorísticos que nos hacen sonreír, reír o soltar alguna carcajada.

Todo el mundo puede ser lo que quiera en Carnaval (médico, policía, alcalde, niño, fontanero). Incluso puede cambiarse de sexo. El disfraz es la herramienta más potente que tiene el carnaval. Caretas, pelucas y trajes en los que meterse. El carnavalero tiene dos vidas. Una real y una segunda vida, irreal y verdadera al mismo tiempo. Cada año explota esa segunda vida que nunca le mata pero que la siente.

Las letras del carnaval son filosofía, literatura, chistes, chismes, cosas de andar por casa. Reúnen las letras amores, seducciones, divorcios, encuentros, diálogos, peleas, necesidades, injusticias. Tantas cosas. Es la cultura de los pueblos. Un divertimento popular, una fantasía atrapadora. Tienen un mundo de ficción, más despreocupado y con el desparpajo de esas voces críticas. Un modo de expresión antiguo que pervive en el tiempo.

Que la vida es un disparate ya lo sabíamos, pero es mucho más divertida en Carnaval. 

Foto: SÁNCHEZ RUIZ

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