Mis escritores de género policíaco preferidos (III)

FÉLIX ÁNGEL MORENO RUIZ


Los acontecimientos están mostrando que cuando los político no son capaces de soluccionar los conflictos tienen que recurrir a una solucción judicial, haciendo dejación en unos casos de sus obligaciones y en otros, mostrando su incapacidad de gestión.

Conocí al detective Pepe Carvalho a través de una deplorable serie de televisión protagonizada por Eusebio Poncela, que no destacaba, precisamente, ni por su calidad ni por ser una adaptación mínimamente fiel de los textos originales, sino por la abundancia de escenas gratuitas de desnudos (especialmente, los femeninos), algo consustancial al cine español de la época, circunstancia que, tal vez, merecería un estudio psicológico por parte de algún avezado psiquiatra. El propio Manuel Vázquez Montalbán, padre y creador del detective gallego afincado en Barcelona, renegaría tiempo después, pública y reiteradamente, de aquel engendro televisivo y hasta llegó a dedicarle un malévolo relato policíaco (Asesinato en Prado del Rey) en el que no dejaba títere con cabeza.

Del escritor catalán me gustan muchas cosas: los originales planteamientos de los crímenes; la personalidad de Carvalho (amante de la buena mesa y del mejor whisky, despiadado Torquemada de la Literatura –tenía la costumbre de encender la chimenea con un libro, cuanto más voluminoso, mejor–, comunista escéptico e irónico exagente de la CIA) y de otros secundarios de lujo como Biscuter, su ayudante para todo; su capacidad para mezclar ficción y realidad, y para retratar la sociedad española sacando a la luz sus sombras tenebrosas; por último, su dominio de la palabra (no solo fue un gran narrador, también destacó como articulista, como ensayista y como poeta), con la que dignificó un género que siempre ha sido considerado popular y de segunda división por los plúmbeos literatos de pedigrí.

También mi primer conocimiento de Juan Madrid vino de la mano de una serie de televisión de finales de los ochenta (Brigada Central), que protagonizaba un joven Imanol Arias en el papel del comisario Flores. Aquella serie me llevó a buscar otros escritos del autor malagueño y, en consecuencia, a descubrir a Toni Romano, un expolicía y exboxeador reconvertido en detective privado, que recorre los ambientes más variopintos del Madrid de la movida (desde las clases de la alta sociedad al lumpen) mientras investiga sórdidos crímenes.

Sin embargo, la narrativa de Juan Madrid que más ha influido en mí es la breve. Sus numerosos cuentos (reunidos recientemente en un volumen) abordan desde casos estrictamente policíacos hasta recreaciones literarias de los crímenes más famosos de la España de la transición democrática (la matanza de Puerto Hurraco, el asesinato de los marqueses de Urquijo, el de tres novilleros en una finca de Albacete cuando toreaban a la luz de la luna o el crimen de Los Galindos), pasando por galdosianas radiografías en negro de la sociedad madrileña y, por ende, de la española. También es variada su extensión, aunque predomina el cuento breve y algunos son solo apuntes expresionistas de lo más oscuro de la condición humana. En ellos, el autor no desdeña temas espinosos y duros como la pedofilia, el maltrato o las aberraciones patológicas, abordados con pasmosa sangre fría y sin contemplaciones. Todos poseen, como nexos comunes, la maestría con la que están escritos, el dominio de las técnicas narrativas, la capacidad de atraer la atención del lector desde la primera línea, que no puede permanecer impasible ante la terrible realidad descrita en sus páginas.

Admiro de Lorenzo Silva su profesionalidad, su solvencia como narrador y su capacidad para observar la realidad con comedido distanciamiento. Bevilacqua y Chamorro, la justamente famosa pareja de guardias civiles perteneciente a la UCO (que son las siglas de la Universidad de Córdoba, pero también de la Unidad Central Operativa de la Benemérita) que Silva tuvo a bien inventarse un buen día, recorren la sufrida piel de toro resolviendo unos crímenes que solo podían cometerse en la España postmoderna del pelotazo urbanístico, del tráfico de drogas, de la corrupción de políticos y de fuerzas del orden. Todos estos asesinatos se nos ofrecen a través de la mirada escéptica, inteligente (y, a la vez, profundamente tolerante con las debilidades ajenas) del sargento (ahora teniente) Bevilacqua, una mezcla entre perspicaz psicólogo y curtido policía. Como me ocurre con Donna Leon, una novela de Lorenzo Silva es un valor seguro que nunca, nunca defrauda, y a la que uno recurre cuando desea pasar un rato agradable de lectura sin más (ni menos) pretensiones.

Aunque me dejo en el tintero (mil perdones) a grandes cultivadores españoles del género negro (el pionero Francisco García Pavón y su entrañable Plinio, policía municipal de Tomelloso; Alicia Giménez Bartlett, autora de la saga de la inspectora Petra Delicado; el recientemente fallecido González Ledesma; el incombustible Julián Ibáñez, que ha encontrado un filón inagotable –para alegría de sus lectores incondicionales– en el pícaro Bellón, y tantos, tantos buenos novelistas: Carlos Zanón, Toni Hill, Alexis Ravelo, José María Guelbenzu…), no deseo finalizar este artículo sin dedicar unas palabras a Domingo Villar, por el que siento un cariño especial. Autor de dos novelas (es una lástima que no se prodigue más), ha creado un personaje (el inspector Leo Caldas) que me recuerda en muchos aspectos a los comisarios Brunetti (por su humanidad y su sentido de la justicia) y Montalbano (con quien comparte muchas aficiones y el hecho de que sus respectivos padres sean propietarios de bodegas de vino), y ha convertido su Galicia natal en escenario de una novela negra de gran calidad que no tiene que hablar necesariamente (¡qué hartura!) de ajustes de cuentas entre sanguinarios y televisivos capos de la droga.


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