Ciencia escultora

SEBASTIÁN MURIEL GOMAR


El bloque de mármol estaba allí, erguido y vertical. Casi cúbico. Ocupaba el centro de una amplia nave con claraboya donde la luz era la reina. Estatuas terminadas miraban, expectantes y pacientes, esperando que algo ocurriera. Mientras tanto cinceles, gradinas, martillos, punteros y mazos esperaban su oportunidad en una tabla de herramientas colgada de la pared. Las siluetas sin cubrir de varios utensilios, unidas a trozos de mármol diseminados por el suelo, delataban a un escultor algo amante del caos. No se oía nada. Una fina capa de polvo blanquecino cubría papeles y el cristal de una mesa desvencijada por el tiempo. El sillón, con un viejo cojín rojo, algo hundido, marcaba el contorno que una persona con cierto peso deja al sentarse. Además la ausencia de polvo era la prueba infalible de su reciente uso. Seguramente estaría marcando las posaderas del inquilino de aquel templo taller.

La roca era de un blanco cristalino inmaculado roto ligeramente por alguna veta gris difuminada. Con sus tres metros de altura, el taller recordaba a una plaza famosa con obelisco, aunque sus naturales caras, sin tallar, evocaban más a un menhir que al fálico monumento egipcio.

De repente la puerta deja ver al escultor que entra en ese escenario como llegando tarde. Una andrajosa bata, con más años que él, está en la percha. Es su uniforme. Se la coloca. Coge alguna herramienta y los sonidos del silencio se transforman en golpes de martillo. La piedra se resiste pero conoce lo inútil de su esfuerzo. Con afán y maestría el virtuoso sigue operando a un mármol bajo control, cual diestro cirujano. Al cabo de un rato se aleja, observa escudriñando. Aspira con hondura y vuelve al tajo. Una cabeza se vislumbra en la mole. Cambia de lado y de herramientas. Las estatuas vecinas asisten atónitas al espectáculo. Aparece una pierna. Los golpes siguen construyendo una especie de tema musical. No todos suenan igual. También cambia el ritmo del golpeo. No hay rutina. Dos brazos levantados se adivinan sosteniendo un tronco. La roca parece dar a luz por sus cuatro costados. Es la creación.

Valga el texto anterior como metáfora. La Ciencia va esculpiendo sus verdades a través de los siglos. Es trabajo de equipo, no de uno solo. Desde que Galileo desterró el modelo geocéntrico hasta aceptar que existen agujeros negros en el centro de algunas galaxias han pasado centenares de años y centenares de científicos. Así son las cosas. Encontrar una verdad científica cuesta tiempo, dinero, esfuerzo e imaginación y una legión de mentes pensantes: investigadores e investigadoras. A modo de cincel y de martillo, la experiencia golpea el intelecto de los más preparados y la incertidumbre va dejando paso a las certezas alumbrando una verdad que, casi nunca, lo es del todo. Una verdad imperfecta similar a una estatua inacabada, pero ambas son verdad y estatua. La diferencia estriba en que la Ciencia sigue avanzando, mejora, con la contribución de los que van llegando: su verdad es cada vez más cierta, más profunda. La estatua, ausente su creador, no muta. La dictadura del tiempo y la intemperie dictarán su final.

El conocimiento científico es semejante a una muñeca rusa con casi infinitas muñecas dentro. Abres una puerta y te tropiezas con varias. Seguramente ninguna tendrá la cerradura de sus compañeras. Los equipos de especialistas, ellas y ellos, tendrán que diseñar las llaves y crearlas si quieren seguir en el juego de abrir. Lo dicho: El conocimiento científico me recuerda mucho a una estatua eternamente inacabada.


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