Realidad o fantasía

EMILIO GÓMEZ
(Periodista-Director)


Las tardes más limpias eran las de nuestra infancia. Mientras nosotros jugábamos en la calle, nuestros padres eran herreros, carpinteros, panaderos, hortelanos o lecheros.

Nosotros no éramos nada aún. Solo un sueño. Ese que queríamos ser. Huíamos del peligro que eran los niños más grandes que nosotros. No sabíamos de los peligros que llegarían después.

Cuando perdemos la infancia, empezamos a comprender que todo acabará algún día. Es como una raya pintada en la arena de una playa a la que no vas a volver nunca. No se puede volver atrás. Lo malo es que no tienes un día fijo para salir del mundo de la infancia. Unos lo hacen antes que otros. Pero todos la abandonamos. La infancia es ese país que nunca debiéramos abandonar por mucho que la adolescencia nos viniera apretando. El Peter Pan y el Nunca Jamás.

Y de pronto es como si estuvieras en otro mundo. Llega la adolescencia donde la maravilla está en ver escaparates llenos de belleza y juventud. Los enamoramientos, los pellizcos de un corazón incontrolable y el amor que está por todos lados. En clase, en los institutos, en la calle, por la noche, por el día o en el WhatsApp. El mensaje de la vida es diferente. Es la época de los sentidos llena de emociones fuertes, de rupturas, de besos, de abrazos, de engaños y de huidas hacia alguna parte. Hasta que la huida es hacia la madurez donde se encuentra lo más maravilloso de todo que son los hijos. Cuando llega el primero piensas que todo es un milagro. Tuyo. Sientes que has hecho lo más importante de tu vida. Y posiblemente lo sea. Pero la vida no para. Y menos a esa edad. Siguen llegando cosas y más cosas. El momento de la verdad. El trabajo, ganar cosas por ti mismo, las responsabilidades o los ascensos.

Aunque no todo es tan hermoso. La vida está llena de cosas estupendas y de barrizal sin haber llovido. Engaños, envidias, vanidad, puñaladas por la espalda y egoísmo. Mucho egoísmo. Olvidamos los que fuimos en la infancia y en la juventud. Y ya somos otros diferentes. Somos esos padres (herreros, carpinteros, panaderos, lecheros, hortelanos o lo que seamos) y son nuestros hijos los que juegan ahora.

Somos seres diferentes a esos ‘pequeñajos’ que fuimos cuando estábamos en el pupitre de una clase. Allí soñábamos con cosas más grandes que las de ahora. Fueran creíbles no. Fueran realidad o fantasía. Al fin y al cabo qué importa. Posiblemente no somos los que soñamos ser o sí. Lo peor o lo mejor no es que esos sueños se cumplieran o no. Lo peor es que perdimos la infancia.

¿Y sabes qué? Que ahora mismo alguien estará saliendo de la infancia y otros de la adolescencia. Y no podemos hacer nada por impedirlo. De la infancia se llevarán la fantasía y lo felices que fueron e hicieron a sus padres. De la adolescencia su pareja y de la madurez sus hijos o otras cosas (quienes no los tuvieron).

El tiempo es el único culpable de todo. El único culpable del fin de las cosas. Es un asesino. Se carga nuestra infancia, nuestra madurez, nuestra vejez y un día se cargará nuestra vida. No es lo malo que se lo cargue todo. Lo malo es que no nos deja volver para atrás. Ni tan siquiera por un día.


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