Ya no le temo a la soledad (Primer premio en el I Certamen Caty Luz García Romero)

MARTÍN CARMONA SÁNCHEZ


Ya no tengo miedo de la oscuridad. Ni tan siquiera temo a la muerte que acecha tras las palabras tan técnicas que de forma muy sutil me informan de que hay algo que crece dentro de mí, que no debería estar ahí. Hay muchas formas de definir, muchos términos y nombres que te hacen repetir en tu mente buscando un significado o un sentido a tal condena: tumor, cáncer, bulto, masa... palabras que adornan el “algo inusual” que de primera mano retumba en tus tímpanos como una bala que te desgarra al atravesarte de lado a lado.

No tengo miedo a la oscuridad; porque he descubierto que los monstruos no son reales y que, en la incertidumbre del mañana, hay situaciones que me crean más pánico que el mismo infierno. Incluso más terror que el que el más alejado vacío del universo en el que la luz no existe y en el que las esperanzas no llegan por falta de almas que conmuevan a Dioses y/o creencias.

Temo que me veo arrastrado al fuego de un volcán en erupción, que poco a poco cubre con magma candente mi ya inmóvil existencia para hacerme desaparecer en las entrañas de la tierra. Y eh ahí de nuevo la oscuridad, aquella en la que los ángeles no se iluminan para seguir velando por los demás. Tal vez sea ese mi destino, pero estoy seguro que será una dura penitencia la que me encuentre al final de estos meses para pagar por pecados que en otra vida cometí. Y digo en otra vida, porque no encuentro explicación a merecer tal castigo.

Abandonar mi cuerpo y volar, cuidar de los míos desde el más allá y vigilar que mis hijos crezcan sin problemas y sean personas de bien. Reflexiono y medito mientras dentro de mí, pelea este cuerpo contra el agrio veneno que me salvará.

¿Es esto el terror del que todas las ténebres películas hablan?. No se como expresar este sentimiento que hace que mi corazón se mueva como se mueve,al igual que el coche accidentado que da vueltas de campana buscado la roca que acabe con su agonía. Llegamos al hogar y mientras mi siempre dulce esposa va a recoger a los niños de casa de su madre, yo permanezco inmóvil mirando a través de la ventana las hojas secas que cubren el suelo del patio.

El silencio es total, salvo por los latidos que acompañan los recuerdos de amor y lucha que juntos batallan en mi cabeza por hacerse con el control de la misma.

Saco el móvil y miro sus fotos. No se si busco evadirme o echar más sal a la herida sangrante que nubla mi ser con un mar de dudas y cruda realidad. Ahora recuerdo la gran mata de pelo que tenía cuando me casé y cubría mi ahora brillante calva con la que tanto le gusta jugar al pequeño Marcos.

Al regresar de las sesiones de quimio; su risa y balbuceo, eran manantial de agua pura y cristalina que regaba la candencia de mi piel consolando mis heridas internas. Que será de esa sonrisa de dos dientes que ilumina mis despertares. Que será.

Paso a otra imagen. Estamos los cinco el día que Isabel dio a luz. La mayor , María , sostiene en brazos al pequeño recién nacido bajo la atenta mirada de Sergio. Tienen 8 y 5 años respectivamente. Cuantas veces pensé en lo que les diría la primera noche que llegaran tarde a casa tras estar de fiesta.

El año que viene vamos de comunión y tal vez ese momento no sea el día especial y de risas que toda niña debería recordar con su largo vestido blanco. Mamá le había prometido hacerle un traje como el de las princesas de los cuentos, yo creo que no llegaré a verlo. Mi mujer tampoco, pues sus esfuerzos son día y noche por animarme y dar sensación de normalidad en casa y ya no tiene tiempo de coser. Ni de hacer nada que le guste.

Que forma más cruel en la que mi princesa María aprenderá, irremediablemente, que no todos los cuentos de hadas tienen un final feliz.

Las lágrimas me molestan tanto que ya no soy capaz de distinguir la imagen que en la pantalla me recuerda el primer día de mi pequeño ninja en karate.

- Papá de mayor voy a ser espía-, me decía ilusionado tirándose de su enorme kimono hacia arriba para no pisárselo al caminar.

- ¿Por qué tienes un bulto malo papá?- me preguntaba el pequeño con lágrimas en los ojos el día que tuve que dejar de trabajar-. Solo lo abracé. Todos nos abrazamos. Hubo oscuridad en nuestro silencio, y aún así , no tuvimos miedo.

Ya no tengo miedo a la oscuridad porque he comprendido que no hay mayor temor que encontrar un aciago destino en los días más luminosos de toda nuestra existencia.

Sus ojos cansados se posan en mis pupilas endulzando la sala como miel que se vierte lentamente en un vaso de leche. En ella , puedo ver el reflejo de una vela consumiendo poco a poco su existencia dando luz a los demás, compartiendo su calor aún a sabiendas que eso hará que la espera hasta su fin se acorte dejando una señal en los corazones de quienes nos rodean. Y este recuerdo, al igual que la cera derretida, deja una mancha difícil de olvidar o tal vez imposible de borrar.

Nos afanamos por intentar que los últimos meses juntos no sean el mal sabor que predomine sobre tantas y tantas tardes de paseo disfrutando de los paisajes que la dehesa de Los Pedroches. Por cada tarde de vómitos y cama buscamos diez de paseo, risa y pipas compartidas.

Abro los ojos y lo primero que hago es buscar el interruptor de la lámpara en la mesita de noche. No tengo miedo a la oscuridad pero tampoco me gusta permanecer en penumbra cuando hay tantas cosas batallando en mi cabeza.

Por mi mente ya no pasan aquellas horas y horas en Google buscando respuestas o aquellas mañanas perdidas en la cola del hospital para recibir tratamiento. Ni tan siquiera las palabras de “lástima” con las que los vecinos y amigos del pueblo me preguntaban “¿Cómo sigues?”.

En mi cabeza ni tan siquiera hay dolor. Abro los ojos y veo a mamá que os abraza y os pide que me deis un gran beso de buenas noches.

* Papá va a dormir para siempre y nos verá desde el cielo, darle un gran beso para que sepa que nunca le olvidaremos.

No tengo lágrimas¸ más bien no me quedan, solo una tenue sonrisa recorre mi rostro cuando me sorprendo a mi mismo diciendo:“ Os echaré de menos, cuidar de mamá y ser siempre felices”.

Cierro los ojos y me aferro a su mano. Isabel sigue a mi lado. Es una guerrera dispuesta a defenderme de aquellos demonios a los que temo. Su tacto es cada vez más cálido o mas bien soy yo que estoy dejando enfriar mi piel.

Todo se oscurece, pero no tengo miedo. En toda guerra hay personas que mueren y otras que quedan para disfrutar de la paz. Es mucho lo que esta lección nos ha enseñado, es mucho lo que hemos vivido desde que llevamos luchando contra esta maldición. En mis hijos tengo el mayor legado que puedo dejar a este mundo, en ellos dejo la esperanza de un mañana en que ningún “bulto malo” vuelva a llevarse al papá ni mamá de nadie.

Todo está oscuro, pero ya no temo a la oscuridad; ya que en ella he encontrado la mayor intensidad en el tiempo vivido. Marcho, para siempre, pero aún guardo fuerza para tres últimas palabras que atesoraba en mis entrañas:

* Te quiero Isabel. 


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