La infancia

EMILIO GÓMEZ
(Periodista-Director)

La infancia es un viaje de iniciación a la vida, por eso la mía huele a mandados a la tienda de ultramarinos de la Isabel y la del Cazorla, a ir a por vino blanco a la Casa del Reverendo que te servían mientras tu esperabas en el mostrador de la taberna, a la panadería del Olmo donde se amasaba el pan y las tortas para las tardes de balón con jícaras de chocolate del Valeriano.

La infancia huele a los polos de bolsa del Castilla y a los frigo-pie de La Concha que venía a sustituir a la época de nuestros padres donde tenía dos sabores: la vainilla y el chocolate, al kiosko del Farrago donde tenían las cosas que hacían felices al mundo de la infancia. Los sábados en los que todo el pueblo iba a comprar al ‘Economato’. Le abrías la cancela al que venía por las casas vendiendo los sacos de picón para el frío invierno cuando no habían llegado las estufas de pellet o de hueso de aceituna. 



La infancia es un viaje para el que no hay que sacar billete. La felicidad está en el camino. Cuántas tardes jugando al balón en la calle Andrés Peralbo viendo pasar a gente calle arriba. Unas con su vida a punto de consumirse, otros cansados de su camino y algunos amores que estaban jugando a quererse, justo al caer la noche en esos veranos de sillas de anea a las puertas de lo que ahora, muchos, son edificios olvidados. Perdieron la categoría de casas pues ya nadie habita en ellas.

Te enterabas de lo que iban a echar en la tele por el TELEPROGRAMA que comparabas en la Papelería de la López y se hablaba de lo que pasaba en España en los periódicos que vendían en la esquina de Cabello. En esa época de tebeos de “Tintín”, “Mortadelo y Filemón”, y los de “El Capitán Trueno”.

Tiempos en los que la gente llegaban al pueblo de noche después de horas de sol, sudor y trabajo en el campo donde se bebía el agua en botijos de barro y se almorzaba al corte de navaja. Un mundo en el que las pesetas y los duros dominaban los bolsillos castigados de pantalones sin marca en aquellas calles y barrios donde se pasaba del verano al otoño, del otoño al invierno y de éste a la primavera cuando los adultos jugaban a ser niños y los niños a ser adultos en las puertas de las casas donde la gente pasaba para ir a misa en tardes de domingo en la que los vestidos claros se imponían en una moda que ya es pasado. Por entonces, nadie pensaba que había venido a este mundo para marcharse. Se sabía que se crecía de un día para otro, pero nadie nos habló de que a medida que los días van pasando, uno va perdiendo tantas cosas que solo se pueden rescatar en los recuerdos que tenemos. 


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