Cuando la casualidad se juntaba con la felicidad

EMILIO GÓMEZ
(Periodista-Director)


Crecí en una época en la que viajábamos de barrio en barrio descubriendo el pueblo. Hablo de esos años en los que el Hospital era solo un proyecto escrito en un plano de un terreno todavía alejado. Estaba en el pueblo pero en las afueras. Existían las afueras. En donde acababa todo y no había luces. Todo tan oscuro y misterioso, pero aventurero a su vez.

Todo era nuevo. Sólo hacía falta caminar para achicar el mundo, para aprendérselo calle a calle y recorrerlo con temor infantil que teníamos a los más grandes. Porque por entonces los padres no estaban para defendernos. Uno aprendía en la calle a que lo respetaran. Nuestros padres nunca nos preguntaban lo que queríamos ser. Lo sabían. Querían que fuéramos niños. Lo que éramos. Los padres de ahora somos diferentes. Ideamos una vida para nuestro hijo sin pensar que son ellos los que serán, lo que quieran ser o lo que la vida los deje ser. No dejamos que se caigan, ni que se hagan chichones, ni que sueñen con príncipes ni princesas. Esperar las cosas era desearlas. Tenerlas es alejarse del deseo. Por eso aquel mundo de deseos (cumplidos después o incumplidos para siempre) nos obligaba a imaginar.

No había tanto cemento por aquella época. Calles empedradas, algunas de tierra, con menos coches, más gente en las puertas y todo menos controlado. Jugábamos con la casualidad. Sí, lo que nos pasaba sin más. Vivíamos en la incertidumbre porque cada tarde pasaba algo. Hoy es un mundo donde hay papel de calco en los días. Pasaron ya esos tiempos donde sabíamos que la casualidad estaba llena de encantos. Por entonces no estábamos programados como ahora. No teníamos actividades extraescolares, ni maquinitas en casa, ni clases de lo que sea a la hora de la siesta. A esa hora estábamos en alguna calle hablando de nuestras cosas o jugando al balón. Eran los días felices. Porque la felicidad es dejar que a la vida le ocurran cosas buenas.

Si pudiéramos rescatar aquellas imágenes de nuestra infancia, cuando íbamos con las punteras de las zapatillas desconchadas, sin cambiar mucho de vestuario (heredando ropa de hermanos y primos) y con los codos raspados de jugar y caer en la calle. Ahora nos dicen que hay que abandonar la zona de confort.

¿Cómo abandonarla teniendo de todo? Les hemos planificado la vida a nuestros hijos. Y luego queremos que vuelen por sí solos. No caemos en la cuenta de que estamos queriendo vivir la vida de ellos.


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