Los niños bielorrusos

EMILIO GÓMEZ
POZOBLANCO

El 26 de abril de 1986, en Chernóbil ocurrió el accidente nuclear más grave sufrido en una central. 30 personas murieron directamente. 135.000 fueron evacuadas. 600.000 sufrieron terribles enfermedades por la radiación. Todavía hoy se padecen las consecuencias. Generaciones contaminadas por lo que ocurrió aquel día. No solo humanos sino también animales que como consecuencia de la radiación, habían sufridos terribles mutaciones y desarrollado todo tipo de enfermedades. Como se comentaba recientemente en un medio de comunicación, “arañas con cáncer, ranas con tumores más grandes que su tamaño animales a los que les crecían extremidades sin sentido”. La contaminación permanecerá en la zona miles de años.

No solo no se ha superado ni se superará la infinita radiación existente, sino que también está estigmatizada la zona. El tema está ahora más que nunca de actualidad por el estreno de una serie de televisión, de nombre Chernobyl a través de la plataforma HBO. Aquella tragedia tiene misterios que desvelar y secretos que no se han contado jamás.

En la serie nos cuenta como fue el accidente, cómo se expandió la nube tóxica y la desesperación que provocó. Los niños bielorrusos que cada año visitan nuestra zona no son ajenos a lo que aquello provocó en la vida de sus abuelos y padres. Nacieron en una tierra contaminada donde se va contando de generación a generación lo que ocurrió aquel fatídico día. Lejos de aquella catástrofe, los niños que nos visitan vienen de un mundo que parece no ser el nuestro. Ellos viven de otra forma. Quizás aquí saboreemos la vida más. A los españoles se nos critica muchas cosas pero lo que no se nos puede negar es que sabemos darle sabor a la vida. Es como si tuviéramos esa pastilla de ‘avecrem’ que otros no han dado con ella. 



Lejos de la innegable vida que se le da a los niños en estos viajes y estancia con nuestro sol, está también la experiencia de acoger y recibir a alguien que, de repente, y durante unos días forma parte de tu vida. Despiertan sentimientos e historias que serían difíciles de imaginar si no pasas por ellas. Un amigo mío acogió, hace unos años, a un niño bielorruso. Decía que esos días, los niños “darían vida a su cuerpo para desintoxicarse de la radiación”. Lo que no sabía era que esos días los niños le darían vida a él y a toda su casa. El niño entró en ella como un niño asustado y se fue como si hubiera permanecido allí durante años. Sus ojos brillaban como si en efecto le esperara una sorpresa. Llevaba su vida marcada en sus ojos. Al tercer día, el miedo era la parte de atrás de su vida, ya no convivía con el aire más peligroso del mundo y sí con una familia maravillosa.

Y luego se fue su niño bielorruso. Se fue pero, según me comentaba mi amigo, el niño seguía teniendo presente la casa que dejó atrás. Le contaba por carta que los tenía presentes en la casa, en la escuela, en los libros y en sus cuentos. Luego vino otro año y otro más. Hasta que se hizo grande y partió para no regresar al año siguiente. La experiencia de tener a un niño bielorruso es de lo más gratificante aunque sabiendo que duele mucho cuando parten. Y más cuando sabes que no volverá al año siguiente.

Le cambias la vida por unos días a unos niños. ¿Hay algo más grande que eso? Sí, que te la cambien a ti como ellos hacen. 


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