Relatos populares: La Cueva de la Osa

ANTONIO GARCÍA HERRUZO
(Maestro)


Por nombre tenía Simón. Vivió hasta avanzada edad en Obejo, y cincuenta de sus ochenta y nueve años los había pasado en la soledad de los inhóspitos terrenos de Chimorra y Peña del Águila, apacentando un rebaño de cabras. En su relato ponía la convicción de poseer toda la verdad de lo que contaba y en ello se destacaba un reprimido deseo de poetizar, a su manera, la pasada vida de aquellos solitarios parajes de nuestra sierra.

Al preguntarle yo si en la CUEVA DE LA OSA, en la singular serranía de Pozoblanco, había observado en alguna ocasión la existencia de pinturas rupestres de las que había escrito don Antonio Carbonell, Simón, con admirable sencillez, me dijo no entender de esas cosas, pero que en cambio conocía, de boca de su abuelo, un hecho muy singular ocurrido tiempo ha en la susodicha cueva. Despertó mi curiosidad y me confió este singular relato:

“Hace ya muchos años cuando un Rey español expulsó de nuestra patria a los últimos moros, esto abruptos parajes estaban habitados por ellos. Al tener que abandonar España tuvieron el temor que, en el viaje a otro país, fuesen asaltados en los caminos para arrebatarles cuanto de valor llevaban consigo, como había acaecido en otras ocasiones similares, y por ello decidieron esconder en la Cueva de la Osa las riquezas que poseían en monedas y joyas, con la esperanza de, pasado algún tiempo, poder regresar y retirar sin peligro el tesoro oculto.

Transcurrieron muchos, muchos años, y en estos campos que no eran de nadie, vivía un cabrero solo, que utilizaba la cueva como refugio y majada para sus cabras, proporcionándole acogedor techo y alimentándose de la caza cogida a lazo y de la nutritiva leche de su hato.

Cierto día llamó su atención la presencia en aquellos solitarios lugares de dos hombres que escalaban los escarpados riscos de la umbría llamada del Quejigal. Caminaban con dirección incierta deteniéndose cada trecho a escarbar en el suelo, lo que hizo pensar al cabrero que andaban buscando algo. Escondiéndose entre el monte, los fue siguiendo a distancia, viéndose que se internaban en la Cueva y que, ya dentro de ella, con pasos medían distancias desde las paredes de la misma al centro. Hasta que al fin se detuvieron e hicieron un hoyo del que sacaron un pequeño cofre, conseguido lo cual se dispusieron a abandonar la cueva.

El cabrero, aunque nada sabía de lo dicho anteriormente, entró en sospechas de que portaban algo de elevado valor, y decidió apoderarse del cofre, fuera como fuera. Profundo conocedor de aquellos parajes buscó un lugar en donde esconderse cerca de un vado del Cuzna por donde habían de pasar los desconocidos. Esperó la llegada del primero de ellos, que por ser más joven marchaba más adelantado y, disparando su honda con certera puntería lo derribó muerto en el suelo. Su compañero, oyendo sus gritos de agonía, acudió en socorro del caído y por unos instantes anduvo indeciso, dando tiempo al cabrero a golpearle en la nuca con su porra de madroña, dejándole igualmente inerte en tierra.

Recogió el cofre que iba envuelto en un pellejo lo abrió y examinándolo quedó sobrecogido al ver su contenido, que constituía una inmensa fortuna para quien vivía sumido en la total pobreza. Luego, y ante el temor de ser descubierto, decidió abandonar aquel campo, llegarse hasta el pueblo e ir vendiendo sus cabras, y trasladarse a un lugar lejano donde llegó a ser un hombre muy rico y estimado por su inmensa fortuna y ello sin que su apodo o apellido fuese jamás conocido, siendo el inicio de una familia muy noble y de dilatadas posesiones en aquel lugar donde inició esta nueva vida.

En cuanto a los restos de los dos cadáveres, fueron encontrados por unos arrieros que por allí transitaban con sus corambres, siendo achacadas sus muertes a la osa que con sus crías los habían devorado y esparcido sus restos río abajo. No faltó, pese a ello, quien los relacionó, visto lo que quedaba de sus extrañas indumentarias, con descendientes de moriscos expulsados por el Rey Felipe III (año 1.610) y que habían sido sorprendidos por los osos cuando venían a recoger lo que sus ascendientes le dijeran haber ocultado”.

Y así terminó su interesante relato nuestro buen viejo Simón. Él, como muchos, creen y propagan la existencia de tesoros ocultos en cualquier ruina de castillos, pozos profundos o debajo de grandes piedras; pero en el fondo de estas quimeras se deja ver la enorme imaginación que aportan estas sencillas personas en su noble anhelo de rodear las soledades de sus campos con ilusiones y fantasías, dignas y propias de trovadores y poetas. Nada añadimos ni quitamos a estas entrañables historias, muchas de las cuales obran en nuestro poder y, poco a poco, os iremos relatando. 


No hay comentarios :

Publicar un comentario