Los de abajo

FÉLIX ÁNGEL MORENO RUIZ


Como muchos ciudadanos de este país, he asistido (para ser más preciso, asisto todos los días), estupefacto, atónito y sobrecogido, al terrible espectáculo diario de proclamas incendiarias que, procedentes de Cataluña, nos invaden a través de los medios de comunicación. Si hacemos caso a todo lo que se dice y se escribe en ellos, estamos en una situación trágica, nunca antes vista en nuestra ya madura democracia (con la excepción del fallido golpe de estado de febrero de 1981), en una encrucijada de difícil resolución que puede tener consecuencias temibles, no ya en un futuro inmediato (pérdida de poder adquisitivo, corralito económico, merma de derechos), sino en nuestra propia supervivencia como nación.

No soy experto en política (de hecho, no soy experto en nada) y, por tanto, desconozco las auténticas y verdaderas razones que han conducido a esta sinrazón en la que nos hemos visto envueltos, aunque, como los demás, tengo mi opinión e intuyo que la respuesta es de una ardua complejidad pues en todo este desaguisado han intervenido actores muy dispares (políticos desalmados o pusilánimes, visionarios fanáticos o enloquecidos, empresarios sin escrúpulos o intencionadamente ambiguos) y han contribuido a él factores también muy diversos (intereses económicos, ideológicos y hasta personales). Sé también (porque soy aficionado a escuchar la radio cuando me levanto y preparo el desayuno, y a leer los diarios) que esto no es el calentón de unos cuantos exaltados, sino que viene de largo, de muy largo, que todo este proceso se ha ido cociendo a fuego lento, alimentado con los leños de unos, la gasolina de otros y las cerillas de otros cuantos, hasta que la caldera, con poca agua y sobrecalentada, se encuentra ahora a punto de estallar. Durante todo este tiempo, por egoístas intereses, se ha desoído (o, en el peor de los casos, acallado al grito de “fascistas”) la voz de los que disentían o de los que advertían del peligro, seres marginados (ahora ya ha quedado claro) que clamaban en el desierto en la soledad más absoluta.

No soy experto en política y, por tanto, desconozco la solución al órdago que han lanzado los independentistas, pero intuyo que estamos en el peor lugar y en el peor momento posibles, en el ojo del huracán, en una carrera sin freno y suicida, en la fase de los hechos consumados, en la propaganda bélica, en el “todo vale”, en el “¡más madera!”, en la posverdad cínica y embustera… Difícil solución se antoja. Nos esperan días de paseíllos por los juzgados, de espectáculos circenses, de mártires por la causa, de cargas policiales, de supuestos dedos rotos, de acción y reacción, de mentiras y medias verdades.

Tal vez todo termine en hecatombe o, tal vez, después de un largo y traumático período de catarsis, las aguas, lentamente, vuelvan a su cauce. Si esto último ocurre (esperémoslo porque la secesión tendría funestas consecuencias para todos y dejaría daños colaterales sin cuento y metafóricos cadáveres en las cunetas), será a costa de un nuevo reparto de los trozos de la tarta porque, no nos engañemos (ya decía Quevedo que poderoso caballero es don dinero), en el mundo actual la economía es la que manda. Pero, por desgracia, las finanzas españolas (y sus presupuestos anuales) no son un rollizo, energético y macizo pastel alemán, sino una menguada e insípida torta sin azúcar y sin nata. Y, además, solo hay una. Si alguien se lleva una ración más grande, será a costa de los que no reclaman ni protestan ni amenazan ni amagan con nada. Y esos son los de siempre o, como reza el título de una novela del mexicano Mariano Azuela, “los de abajo”.

Y, que yo sepa, los de abajo (geográfica y económicamente hablando) somos los de siempre.

Los andaluces.


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