La pajarilla de la muerte

ARTURO LUNA BRICEÑO


Llega noviembre, con sus membrillos y su sol. Con las gotas frías y las escarchas tempranas y la gente joven lo celebra con la misma fuerza que los antiguos celebraban los solsticios. Para ellos ha llegado una fiesta invasora a la que llaman “Jalogüín”, y consiste en disfrazarse de brujas, llenarse la cara de maquillaje purulento hasta que parezca que se está cayendo la cara a cachos. Otros se visten de negro y se plantan una careta de calavera y los hay que se visten de muerto y se ponen la careta de personajes del cine gótico. Sin saber que si van a cara descubierta darían más miedo.

Pero antes, mucho antes, de que los niños de España se disfrazaran de brujas, vampiros y zombis, la manera que tenían nuestros padres de asustarnos era contándonos historias y leyendas que venían al pelo el día de los difuntos. Recuerdo una de mi niñez que nos daba mucho miedo: La leyenda de la Pajarilla de la muerte.

Era este pájaro de mal agüero la lechuza. La lechuza es un ave rapaz nocturna de color canela, con unos ojos muy vivos enmarcados en una bellísima orla de plumas casi blancas. Quizás fuese este aspecto intrigante lo que le diera la mala fama. 

Campana del Hospital de Jesús Nazareno.


Decía la leyenda, al menos en la versión que recuerdo, que la lechuza, cuando el sol se iba y venían las sombras de la noche, por una de las ventanas de la iglesia se metía en su interior para a ir a posarse en la lámpara del sagrario y beber del aceite que en ella ardía. Lucerna que siempre permanecía encendida en el interior de los templos. Y yo, en mi atemorizada imaginación, me sumergía en el mar de sombras que la tenue luz del aceite, que ardía en la lámpara, proyectaba a través del fanal. Un cristal sobado por fuera por las manos de quien cebaba el quinqué y por dentro estaba salpicado de manchas obscuras que procedían del constante chisporrotear del aceite al quemarse. Y nadie nos podía explicar por qué las lechuzas, que son cazadoras de roedores, gustaban de ir a beber aceite de la lámpara. Pero así era y así ocurría. Eso sí, siempre por la noche.

Y terminada la oleosa degustación la rapaz levantaba el vuelo e iba a posarse en un tejado y silbaba tres veces, y dice la leyenda que al tercer silbo de la Pajarilla de la muerte, un habitante de aquella casa entraba en trance de muerte. 

Eros y Amelia en Jalogüin


En el tejado de mi casa, quizás por ser el más alto de la calle, había todas las noches reunión de lechuzas que no dejaban de emitir silbos. Así que del concierto de lechuzas y la voz de ultratumba que impostaba el narrador el efecto que producía en mi ánimo era aterrador.

Y decía la leyenda que al tercer silbo de la lechuza, a lo lejos, en la torre del Hospital, sonaba el campanillo de la agonía. Al oírlo la lechuza levantaba el vuelo e iba a posarse a la espadaña de la ermita del Cementerio. Y de pronto, sin que nadie supiera por qué, la campana del cementerio empezaba a sonar en un toque seco y pausado que parecía decir: ¡Ven! ¡Ven! ¡Ven!...

Hoy veo a mis nietos vestidos y maquillados de seres de ultratumba a medio descomponer para festejar el “jalogüín” y me pregunto para mis adentros: ¿Y cómo le voy a contar para asustarlos la leyenda de la Pajarilla de la Muerte, sin que se me mueran de risa? Pues eso. 

Capilla del cementerio.



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