El marco pérdido

ARTURO LUNA BRICEÑO


Tengo amigos de mi niñez, que por varios motivos tuvieron que abandonar Pozoblanco para irse a vivir a otro lugar. No volvieron a ver el pueblo hasta pasados muchos años y otros aún no han vuelto desde que se marcharon. Todos ellos añoraban el marco perdido de su niñez. Encontrarse de nuevo con los lugares donde jugaban, soñaban y fueron felices. Me viene a la memoria el final de la gran película de Orsón Welles: “Ciudadano Kane”. Cuando el hombre poderoso que había sido está en trance de muerte y en su agonía y cómo el último recuerdo que tiene de su vida exclama una palabra tras la cual muere: “Rosswal”.

Y el vocablo indicaba la marca del trineo de juguete que tuvo de niño, cuando vivía en la montaña acompañado de su madre y siendo totalmente feliz. Algo muy parecido es lo que les pasa a mis amigos que emigraron en la niñez. Y todo porque el pueblo que ellos vivieron, ya no es el mismo. 

Los cinco en la feria.


Cuando llenos de nostalgia recuerdan su ratos felices en las calles y plazas de Pozoblanco, al volver y visitar esas mismas calles y esas mismas plazas, notan que ya no existen. Que el marco de sus recuerdos y el lienzo de sus añoranzas, ha cambiado. Y de pronto, como si algo estallara en su memoria, las imágenes de sus sueños, las estampas sagradas de su niñez, desaparecen para siempre. Comprenden que ellos han envejecido y que el lugar de sus recuerdos se ha rejuvenecido. Algo muy difícil de entender porque el tiempo ha pasado al mismo ritmo para los dos. 

Excursión escolar, 1950.


Pero no ha sido así, mientras ellos han visto como pintaban canas, perdían pelo y se llenaban de achaques, el pueblo ha retoñado, se ha acicalado y ha cambiado su faz. Las viejas casas bajas de ventanas pequeñas y tejado lleno de musgos, ya no están. Ahora hay edificios de tres plantas con amplios ventanales y grandes paredes blancas. Las viejas aceras de granito, de grandes

lanchas colocadas en hilera y desniveladas, ya no existen. En su lugar hay aceras con bordillos, que tienen un escalón que las separa de un adoquinado perfecto. 

En la caseta de la vía. 


¿Qué fue del viejo empedrado de piedras de cuarzo? Aquel que conformaba un mosaico a modo de surcos que, en vértice invertido, acababan en un regajo por el que corría el agua los días de lluvia. Al que echábamos barquitos de papel.

Ya no hay un hueco para hacer un boje para jugar a los bolos. Ya no pasan carros con llantas de hierro tirados por mulas, que en su acompasado andar levantaban chispas al chocar sus herraduras con las recias piedras de cuarzo.

No está la bombilla de la esquina, aquella que se encendía cuando la noche llegaba y bajo su campo de luz se sentaban los niños para contarse historias y comentar el día, esperando una voz que desde sus casas venía: ¡A cenar! 

Casa típica hoy desaparecida.


Todo esto ha pasado mientras ellos vivían lejos de Pozoblanco. Sus puntos de referencia siguen en el mismo lugar. A algunos les habrán cambiado el nombre, las casas, el alumbrado y la pavimentación. Pero en ellas, otras generaciones de niños, como lo fueron ellos, han sido felices. Pero han tenido que cambiar sus costumbres, porque quitar los empedrados no ha sido por gusto del Ayuntamiento. Lo han hecho para que los vehículos a motor rueden por las calles con toda comodidad. Eso es adaptarse a los tiempos, aunque el tributo pagado haya sido el retirar de las calles a los niños. Adiós a jugar al corro, a la pelota, al atasca burras, a la comba, al matarile o al pingané, Nada de que las niñas jueguen a los cromos, previa eliminación del cromo de la Betty. 

Piscina municipal de Pozoblanco. 


Ya no está el mentidero de la Calle Real que cada noche se convertía en el corazón del pueblo. Allí se comentaba el día, se daban cita los jornaleros y para contratarlos acudían los terratenientes. O no, porque esa fue la causa de flujo migratorio de que gran parte de los vecinos de Pozoblanco se fueran a Madrid. Valencia o Barcelona. Y otros más atrevidos, cómo en las películas románticas americanas, se fueron a la vieja Europa. Porque aunque Pozoblanco pertenecía a Europa estaba muy claro que no era a la vieja, sino a otra tal vez más anciana, pero lo cierto más pobre.

Desde aquí me sumo a la tristeza por el viejo marco perdido. Pero también me sumo a la alegría de un Pozoblanco rejuvenecido, aunque para ello se hayan hecho desaparecer rincones y edificios que se debieron proteger. Pero estoy totalmente convencido que la tradición pertenece a la generación que está naciendo y no a la que se encuentra en el ocaso de sus días. 


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