El afán de los huesos

JUAN BOSCO CASTILLA
(juanboscocastilla.com)


“No hay entierro con trasteo”, decían nuestros compañeros de viaje colombianos para explicar los gastos de sus viajes. O, como dijo el papa Francisco, “no hay un camión de mudanza detrás de un cortejo fúnebre”. O, como se ha dicho aquí en alguna ocasión, no es bueno plantearse el futuro como excusa, si no queremos que el día menos pensado nos plantemos ante el espejo y al preguntarnos qué ha sido de nuestra vida no hallemos cosas de verdadera sustancia. Lo que tenga que ser, en fin, ahora mejor que mañana, pues no sabemos cómo será el futuro, ni si lo habrá para nosotros.

Los antiguos egipcios se planteaban un futuro no muy distinto del presente y hacían entierros con un montón de objetos (con trasteo, vaya), que depositaban en sepulturas grandiosas junto al cadáver momificado, a fin de que cuerpo y alma pudieran disfrutar en el más allá de una vida eterna con la misma cotidianeidad de esta y de la misma simpleza. Para una eternidad del cuerpo, parece natural que este se embalsamara y que se le dotaran de las máximas comodidades posibles, o incluso de lujos.

El caso es que esos objetos atraían enseguida a los ladrones, de manera que muchas de aquellas tumbas fueron pronto asaltadas, especialmente las que acumulaban más ajuar para el difunto. Y el caso es que las que no fueron saqueadas por los ladrones lo fueron luego por los arqueólogos, quienes, no conformes con repartir los objetos por los museos del mundo, repartieron también las momias.

En las tumbas no quedó el cuerpo momificado, ni quedaron los objetos, y es de presumir que tampoco quedó el alma. En las tumbas, en fin, no quedaron más que las tumbas, que ahora se visitan como si fueran parques o plazas de los pueblos, como un atractivo turístico más, por personas venidas de todos los continentes que pagan por entrar en ellas y se fotografían en su interior, personas que lo mismo admiran a los seres que se enterraron allí, capaces de las construcciones más inverosímiles, que los desprecian por la simpleza de creer que es posible irse al más allá con los bártulos del más acá.

Ese ir y venir de momias, de ajuares funerarios y de turistas que visitan museos y tumbas es una buena prueba de lo mundano de la muerte y lo es, también, de la natural convivencia que ha existido y existe entre los muertos y los vivos, cuya muestra más cruda la encontramos en la Ciudad de los Muertos de El Cairo, donde mucha gente vive en pleno cementerio, en viviendas habilitadas en los mismos panteones o junto a ellos y hay calles con comercios, mezquitas y pequeños bares con terrazas cuyos parroquianos ven pasar con indolencia los coches de las agencias turísticas.

Y bien pensado, ese y venir de vivos y muertos no es muy distinto del que tenemos nosotros y nuestros muertos, ni parece muy distinto del afán por sobrevivir que tienen nuestra alma y nuestros huesos, sobre todo estos, a los que depositamos en un cementerio con el vano afán de que perduren cincuenta años, y luego otros cincuenta, y así hasta que se cumpla el plazo máximo que indica el Reglamento Municipal o se cansen de cuidarlo nuestros herederos.

Que somos polvo y en polvo nos hemos de convertir lo sabemos, pero no queremos reconocerlo, como no reconocemos que en cada puñado de tierra hay parte de nuestros antepasados y habrá parte de nosotros.


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