Calle Madrid... Un nombre propio


ANA CASTRO


El nombre es lo primero, aquello que nos da entidad. Existimos porque mamá y papá pensaron un nombre y después alguien lo anotó en nuestra muñeca. Luego, llegaron los papeles del Registro, el nombre en chocolate o merengue en las tartas de cumpleaños, en un babi de cuadros, en los libros de texto. En los primeros libros que compramos. El nombre en el buzón de nuestra primera casa. Y luego más veces el nombre en la muñeca en hospitales, pero también en ramos de flores, en bombones y en tarjetas de cumpleaños. Eso, todo eso, apenas un puñado de certezas.

Virgina Woolf, una de las escritoras británicas más importantes del siglo XX, reivindicaba la necesidad de un cuarto propio para que las mujeres pudieran escribir. Decía que necesitaban una habitación que fuera suya, lejos de la mesa de la cocina, en la que pudieran cerrar la puerta para que sólo contaran el papel en blanco y ellas por unos minutos. Que atrás quedaran los hijos, la hora de la cena, la costura, el marido, las camisas no planchadas… Y tantas otras situaciones que todavía hoy se suceden. Yo, que respaldo a conciencia esta premisa y que he contado con la suerte de tener siempre un escritorio en la habitación de la casa de mis padres y también una puerta que cerrar y empapelar con poemas y luego más mesas y puertas en mis pisos de alquiler, reivindico también la importancia de contar con un nombre propio, de ser Ana, Marta, Juan, Luis, Pedro, María, Andrés, Blanca o Antonio.

Que una se llame Marta implica que no es Adela, Luisa o Marina. El nombre singulariza, distingue y revela más de nosotros de lo que a priori pensamos. El mío, por ejemplo, apela a que soy hija de mi madre. Es la primera decisión que ella tomó sobre mí: que sería su hija y me llamaría como ella. Luego mi vida ha girado en torno a eso y me parezco a ella, hablo como ella, pensamos las mismas cosas al mismo tiempo… Y todo por un nombre. Bueno, y la genética. Pero aun cuando una catástrofe se sucediera y mi cuerpo quedara devastado y mi madre desapareciera fulminantemente, yo seguiría siendo Ana, su hija. Esa es mi identidad.



Y es que para existir, para que algo tome entidad, debe tener un nombre, un nombre propio. Hay que otorgarle esa primera certeza, su identidad. Que “lo que no se nombra no existe” me lo enseñó Juana Castro, la Mujer-entraña, poeta de la tierra, maestra, madre y abuela, y esto se extiende a todos los ámbitos: social, político, económico… a la vida cotidiana. Tuvo que haber unas primeras declaraciones en las que el Presidente del Gobierno determinara que atravesábamos una crisis económica para que tomáramos conciencia de que existía y había que combatirla. Los catalanes reivindican nombrarse “Estado” para así serlo. El pueblo saharaui no sólo pide volver a su tierra, sino que también lanza el grito ahogado de “Sáhara libre” con la esperanza de alcanzar al fin lo que aún hoy se le niega. Las mujeres exigimos que el mundo se nombre en términos femeninos y masculinos, porque así se erige nuestra realidad, para que por fin se reconozca que estamos aquí, para que comience a vislumbrarse la igualdad necesaria. Y también ello incide en nuestro ámbito cotidiano, que a veces hay que pronunciar (y cuesta) “castigo”, “matrimonio”, “enfermedad”, “soledad”… para que por fin estos términos existan en nosotros y frente al resto.

Así, también el dolor –en todas sus formas- precisa un nombre. Hay que buscar aquí y allá, en hospitales, clínicas, cementerios… y en casa, para llegar a decir glaucoma, endometriosis, fisura de peroné, artrosis, cáncer de páncreas, duelo, ruptura… El dolor necesita un nombre para existir plenamente más allá de nuestro cuerpo, para que los demás reconozcan que es esto y no lo otro, para que nos crean, para que nos tomen en serio. Y eso es lo que he intentado hacer en “El cuadro del dolor”, editado por Renacimiento y III Premio de Poesía Juana Castro: ahondar en las raíces para tratar de darle un nombre al dolor cuando ni siquiera los diagnósticos médicos o el amor lo creían, seguir ahondando aquí y allá y estirando el lenguaje y sus significados para hacer que se viera, que tuviera forma. Que si no lograban dar con un nombre para mi dolor, este fuera una imagen, un color o un espectáculo de fuegos artificiales.

Desde aquí, os animo a buscar un nombre propio para aquello que importa, ya sea un dolor, una nieta, una pieza de punto de cruz, un cordero, una nueva cosecha o una pérdida. Que lo nombréis, que lo nombréis una y otra vez hasta creerlo vosotros y hacer que los demás lo crean, porque sin un nombre propio no hay nada. Y os invito el próximo sábado 22 de abril a un Maridaje poético en la Vinoteca de Pozoblanco (C/ Mayor, 7), una aparcería diferente, con versos, en la que leeré algunos poemas de “El cuadro del dolor” acompañada del gran poeta Francisco Onieva. A las 13.00h, ahondaremos en la memoria para ponerle un nombre propio a lo de siempre: las raíces, la familia, el dolor, la casa, el amor, la hija… Todo aquello cuanto importa y por lo que bien merece brindar (con vino, cerveza, zumo o lo que uno quiera). Que si el mundo se acaba en cualquier momento, brindemos por tener un nombre propio, por ser. Y también por los que son con nosotros. 


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