Las residencias no son para los gitanos

MIGUEL CARDADOR LÓPEZ
(Presidente-Editor)


Lo primero que quiero expresar en este artículo de forma particular es resaltar el buen trabajo que hacen todos los que trabajan en residencias o geriátricos de la tercera edad, desde el gerente a cualquier trabajador.

Si nos atenemos a los últimos descubrimientos antropológicos, el homo sapiens comenzó a vivir en este planeta hace cerca de 2.000 siglos. Esto quiere decir que durante unos 193.000 años aproximadamente proceden las tribus, lo que hoy llamamos sociedad, siempre organizada bajo el gobierno de los más veteranos de la misma.

La gerontocracia, el gobierno de los viejos, es el que junto al natural instinto de supervivencia, ha logrado que nuestra especie transitara por glaciaciones, calentamientos, movimientos térmicos y se volviera omnívora porque si hubiera sido sólo vegetariana o sólo carnívora en las etapas invernales del planeta o en los grandes sequías la especie hubiera desaparecido.

A mí que me gustan las buenas películas del Oeste, sobre todo las del director Jon Ford y como actor el inigualable Jon Wayne, en infinitas de ellas podíamos ver cuando tenían un conflicto con alguna tribu india, el brujo era lo que hoy consideraríamos el psicólogo y los dos o tres ancianos de más edad eran los que con su experiencia y sabiduría decidían las decisiones importantes de su tribu, y así fue desde muchos cientos de años, hasta que el poder y el desarrollo de los Estados Unidos, acabaron metiéndolos en cárceles, llamadas “Reservas”.

No resulta ilógico que, a medida que la experiencia del individuo carece de relevancia, el papel jerárquico del viejo haya descendido en el reconocimiento social hasta el punto de alcanzar unas cotas de utilidad que comienzan a ser inquietantemente descaradas. Quiero decir con esto que el viejo es requerido por los elementos más jóvenes, en cuanto son necesarios para el cuidado de la prole, pero que esa satisfacción por su presencia y su aportación cambia, muchas veces de manera drástica, cuando no puede llevar a cabo estos cometidos, no tan marginales. Los abuelos ayudan a la pareja a llevar y recoger los niños de la escuela, a cumplir la ausencia de los padres en cualquier circunstancia como fines de semana o incluso en parte de las vacaciones. A solventar cualquier incidencia familiar y en los últimos dos lustros a ayudar en el agujero económico que se ha producido con la grave crisis que ha hecho temblar económicamente a miles de familias de las consideradas clase media, ofreciéndoles el refugio y la habitación que el impago de la hipoteca los condenaba a quedarse al techo del cielo.

Durante lo que podríamos llamar la Gran Travesía Analfabeta de la Humanidad, nacían muchos niños y los ancianos eran pocos, y además morían a edades relativamente tempranas con respecto a la actualidad. Entonces sí era una auténtica pirámide, donde en el pico de la misma se situaban los ancianos.

Pero en los últimos 25 años se ha producido un cambio bestial en esta pirámide de la edad, causando un déficit en las cajas de las pensiones públicas y no sólo eso, ya que es en el último tramo de la vida cuando un ciudadano más gasta en productos farmacéuticos y cuidados sanitarios.

Hay personas gitanas de alto nivel intelectual, que no sólo han hecho diversidad de carreras, sino que han trabajado y trabajan por la igualdad de su raza. Son luchadores por la igualdad entre payos y gitanos, saben muy bien algo que cualquiera de nosotros puede comprobar y que quizás no hemos caído, y es que en cualquier visita que hagamos a una residencia de la tercera edad, nunca o casi nunca encontramos en una habitación de al lado, o en alguno de los pasillos o estancias de la misma a un gitano o gitana. Porque entre los gitanos queda aún esa esencia del respeto a la gerontocracia, como si los gitanos se resistieran a desencadenarse de una antigua tradición de milenios, conservando ese alto concepto del respeto, y el anciano sigue ejerciendo su autoridad. Y por todo ello los gitanos viejos nunca salen de su casa, por muy humilde que sea, por escasas que sean sus medios materiales y su propio espacio.

Las complejidades sociales e individuales son numerosas y diferentes. Yo que escribo este artículo, si llego a longevo, lo más seguro es que acabe en una residencia o quién sabe si en algo peor.

Mis padres tuvieron la excepcionalidad y calidad de los denominados casos menores de morir en su casa, estando ambos con graves enfermedades. Mi padre pudo permitirse el lujo de los últimos siete años de tener asistencia privada en su casa.

Se murieron en su cama, se sentaron los últimos días en sus sillones, respiraron el aroma de su propia vivienda, la compartieron en los más de 57 años que estuvieron casados. Claro que mi padre una parte importante de lo que ganó en su vida como autónomo lo guardó para él y su mujer, aplicándose el refrán que más de una vez le oí decir a él mismo, “Guarda por si la muerte te tarda”.

Mis tres hermanas y yo empezamos, como muchos de aquellos años, a trabajar siendo casi niños, y los cuatro no dependimos de ningún dinero de nuestro padre.

Yo no quiero ser hipócrita con este tema, y si yo pudiera y llegara a esa edad me gustaría morir como mis padres en mi casa, oliendo el cuero del sillón donde leo, oliendo los mismos olores de la cocina, dormir en sueños nebulosos en mi cama, etc.

Por ello termino diciendo que observando esas resistencias a lo hegemónico, ese ancestro gitano, siento, por qué no decirlo, en mis adentros una pizca de envidia. Claro que esto lo digo con algo de madurez que me dan los 56 años que actualmente tengo, pero la verdad es que si lo hubiera reflexionado cuando tenía 18 años no hubiera vaticinado que en 38 años la vida hubiera dado un giro de 180º, primero en la caída de gerontocracia de los ancianos y segundo en el vuelco de la pirámide poblacional donde los picos se han invertido.


No hay comentarios :

Publicar un comentario