Nostalgia de los viejos días en la dehesa

ARTURO LUNA BRICEÑO


Dándole vueltas a los muchos años vívidos, me vienen a la mente los años de mi niñez, cuando iniciaba el camino de la pubertad. Fueron tiempos en los que viví con intensidad la cultura de la dehesa.

Era verano y coincidiendo con la época de la recolección de los granos, mi vecino y amigo: Paco, “el de la Leocricia”, me invitaba a irme con él en el carro a la era a sacar la cebada y el trigo y traerla al pueblo.

Tenía sus tierras junto al Camino del Mohedano, y nosotros salíamos pasado el mediodía por esa ruta, y después de horas de camino llegábamos a una era, que como si rosa de los vientos fuera, estaba en un altozano en medio de encinar. Antes de anochecer recogíamos los haces de mieses que las cuadrillas de segadores habían amontonado un mes antes. Los llevábamos a la era y los extendíamos por su ruedo. Y sobre la parva se colocaban las mantas sobre las que teníamos que dormir. Antes, una cena campera de gazpacho y pan.

Recuerdo lo limpio que estaba en la noche el cielo. La oscuridad absoluta permitía ver las estrellas nítidamente. En las noches de la dehesa no existía el silencio. Las aves nocturnas se comunicaban entre ellas, desde el cárabo al búho real. De la lechuza al mochuelo se oían sin cesar. De pronto los perros, que dormían o vigilaban junto a nosotros, comenzaban a ladrar ante la presencia de un zorro, una gineta o un gato montés. En la lejanía, los lobos aullaban en los vecinos montes. Y así hasta el amanecer en que el despertar del encinar aumentaba el concierto sonoro de su fauna. Que era mucha. Los trinos y cantos de las aves anunciaban que se debía comenzar la trilla. Si el viento lo consentía, al llegar la tarde, se envasaba el grano en los costales y con el carro cargado iniciar el camino de vuelta al pueblo. 

Jesús Fernandez el último trashumante a pie de Alcudia.


Volvíamos por el Camino del Mohedano hasta llegar a El Paso. Y una vez superada la Cruz del Molino del Viento, continuar cordel abajo hasta entrar en la Calle de Santa Ana.

Este trozo del Cordel de la Mesta me traía recuerdos, como cuándo pasada la feria circulaban por él los pastores trashumantes con sus merinas, sus mastines, que llevaban las carlancas al cuello para defenderse de los lobos y los rucios con las redes y los “jhatos”. En algunas alforjas, asomando la cabeza, corderos pequeños que no podían llevar el ritmo del camino y las piedras de sal que por las noches se le ponían al ganado para que las lamieran.

En primavera, para finales de abril, volvían para el Valle de Alcudia, que era el descansadero donde se esquilaban.

Los trabajos y los tiempos eran un ciclo exacto, que solo lo rompía las inclemencias del clima. Se vivía sin prisa, pero intensamente.

Cuando estuve en el año de 2003 transcribiendo el “Catastro de Ensenada”, me percaté que a mediados del Siglo XVIII, la vida en la dehesa era exactamente igual a como yo la viví y conocí en la década de 1.950. No existía ningún cortijo en toda La Jara. Los únicos lugares construidos en los que se podía descansar y tener refugio eran las ermitas. La de la Virgen de Veredas en el pontazgo del Guadálmez y la de Nuestra Señora de Luna, a medio camino de Villanueva y de Pozoblanco. Virgen que era propiedad de las Siete Villas de los Pedroches. Y que cada concejo pagaba, vía limosna, cien reales al año para mantener la lámpara de aceite que se encendía en el Santuario. Todas tenían el mismo derecho a hacerle fiesta e incluso llevarla a su Villa. Pero la devoción a esta Virgen, desde muy antiguo, la cultivaban las Villas de Villanueva de Córdoba y Pozoblanco. La Virgen era parte de la Dehesa de la Jara, y hasta que no se desamortizó la Dehesa, a mediados del siglo XIX, no fue liberada del Común de las Siete Villas.

Cuando leí por primera vez: “Las Relaciones de los Pueblos ordenadas por Felipe II”, solo noté una diferencia en estas viejas dehesas nuestras. Diferencia que no estaba en la forma de pastorear, labrar y recolectar las tierras. Coger las bellotas o celebrar las devociones. La diferencia que advertí a finales del Siglo XVI, con la Dehesa que yo viví en la década de 1.950, estaba en que entonces había osos, porque lo demás, como si no hubiera pasado el tiempo, se seguía haciendo igual. Utilizando el viejo calendario de los trabajos y los días. 


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