Calle Madrid... El fin del mundo

ANA CASTRO


La abuela siempre pensó que el fin del mundo acontecería tras cualquier tormenta. Yo crecí escuchando su miedo, temporal tras temporal. El pavor que le causaban perros y murciélagos lo asumí (y atesoré) como propio, pero lo del fin del mundo…

No lo creí posible hasta hace apenas unas semanas. Sentada en el tanatorio tras la muerte del abuelo, no paraba de decirme que estaba asistiendo al fin del mundo: mi infancia había muerto, definitivamente. Quizás porque ya presentía esta sensación, cuando supe que mi abuelo iba a morir irrefrenablemente -además de estar tocando cualquiera de sus extremidades mientras permanecí en la habitación del hospital junto a él (eso me lo enseñó mamá, “que el abuelo sienta que estamos aquí; él siempre temió morir solo”)-, necesité ir a la casa de la Calle Madrid antes de que dejara de ser la casa de mi mundo, donde me crié. Sabía que después se convertiría en la casa de mis abuelos muertos, a pesar de haber lucido como el hogar de todos nosotros durante décadas.

En esa casa crecieron madreselvas, crecieron mi madre y mi madrina. Crecí yo. Aún recuerdo la limpieza previa a la llegada de mi hermana a casa, recién salida del hospital. Y es que en ella hemos crecido como familia y nos hemos transformado. Allí aprendí a coser y pasé semanas del último verano que vivió la abuela. La mesa camilla del salón todavía conserva las fotos carné de todos nosotros y pasar de una habitación a otra es saltar de un año a otro de anécdotas y recuerdos.

Ahora todo se ha apagado. Ha acontecido el fin del mundo. La casa ya es solo una casa y las fotos del álbum familiar son todavía más viejas y lejanas (e incluso puede que den lugar a alguna disputa en el futuro). Vivo el duelo de la pérdida del abuelo y de parte de mi vida. Sé que esto es un punto de inflexión cuyas inmensas consecuencias vislumbro en el horizonte pero aún no diviso con claridad.

Afecta a parte de mi identidad: ya no soy nieta. Y cómo seguir desprovista de este título cuando fue el primero que conseguí, justo tras el grito de “como yo la quería”. Mi mundo comenzó entonces, como primera nieta de la familia. Mi mundo empezó en el grito de la abuela. Mi mundo consciente, quiero decir, porque mi mundo comienza en mamá aún antes de quedar embarazada, como el de Marta, que aún no está y ya existe en mí.

Tras el fin del mundo, la condición de hija se ha vuelto mayúscula. Ha pasado de mamá y la madrina a mí. Ahora soy cuanto mamá tiene en el mundo. Soy la que será depositaria de los hijos algún día y hará de la casa de mamá y papá la que quedará ligada a lo que un día mi hija concebirá como el escenario de su infancia.

Estos días cuesta todo. Las placas tectónicas de nuestro mundo se están desplazando lentamente, probablemente a la velocidad en que crecen las uñas de las manos. Cada uno de nosotros está en una casa distinta y se siente solo. Después del fin del mundo no es fácil seguir. No sirven de nada los orfidales, las tilas hechas en leche o la dieta equilibrada. No podemos dormir. Un mundo ha acabado. ¿Qué vendrá ahora? ¿Qué construiremos, si esto que se ha acabado lo erigieron mamá, papá, la madrina y el padrino con los abuelos? He de pensar algo. Soy la hija. Ahora soy yo la que porta el escapulario que estuvo colgado en la cama de los abuelos junto a la que dormí en una cama mueble hasta que la abuela murió, prácticamente.

Cuando le pedí a papá que me llevara a la casa de la Calle Madrid antes de dejar de ser la casa de mi mundo para ser algo de antaño, lo que me llevé fue eso: el escapulario. No sé bien por qué. Supongo que porque la abuela me crió diciendo que me protegería. De vez en cuando abro el bolso y lo miro. Viaja ahí a todas partes. Aún no soy capaz de ver el nuevo mundo.


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