El ‘trasterista’

JUAN ANDRÉS MOLINERO MERCHÁN
(Doctor por la Universidad de Salamanca)


PERDÓNESEME EL PALABRO, PERO LA REAL ACADEMIA de la Lengua no ha tenido a bien (creo) recoger esta profesión, que me niego a creer no haya tenido vigencia a lo largo de toda nuestra historia. Ha existido siempre. Hace algunas semanas visité, casi por casualidad, a uno de estos hombres que tienen una profesión inexistente (al parecer, según la RAE), que despliega no poco empeño y dedicación. Más que nada devoción y mucho romanticismo. Hablo a Uds. de una tarde en que entré en un mundo casi de fantasía y ensoñación. Presencié una de esas cosas que tal vez no las ignoras, pero de las que tampoco eres consciente habitualmente y alguien te tiene que abrir los ojos. ¡Y de qué manera! Todos sabemos que nuestro destino es la muerte. La naturaleza a la que pertenecemos se regenera a golpes del tiempo, que acaba siendo inmisericorde con todos. Nada perdura hasta la eternidad. No obstante, a menudo se nos olvida que unas cosas duran más que otras. Algunos objetos y enseres de nuestra vida nos premueren (desaparecen de nuestra vida cotidiana), pero otros muchos prevalecen y sobreviven a nuestra existencia. Tendemos a pensar que con nuestra que todo se desvanece a nuestro ritmo, porque queda desvinculado de nosotros (más bien nosotros de ellos), siguiendo su propia suerte. Hace unos días –como digo– pude salir de mi ingenuidad e idealización tosca para descubrir de lleno un mundo que desconocía. No había pensado nunca en él.

El trasterista –que denomino aquí con aventurada osadía– me hizo ver que gran parte de los bienes de nuestros congéneres desaparecidos no mueren. Siguen existiendo en un limbo inexplicable que resulta apasionante. Nadie piense por un momento que equivoco el término profesional mencionado con el de anticuario, que lo conozco bien y esencialmente se define por su afán crematístico: recoger y hacer acopio de bienes materiales de cierto valor (a veces mucho), rareza o distinción para rentabilizarlos al albur de algún postor que busca señorear vetusteces de postín; puntillos de distinción, distingo o cosa parecida. Un servidor no habla de eso. Esto no fue lo que pude presenciar la otra tarde. Se trata de la intromisión, casi clandestina (por desconocida), en el sueño de un mundo desconocido. La escenificación de la vida misma, en su estructura material, que duerme en el limbo de los vivos. Sí, eso es en toda regla lo que recoge el susodicho oficiante de la trastería. Existen multitud de enseres domésticos y personales (y toda naturaleza) de moradores finados que no han perdido aún el hálito de la vida. El trasterista lo recoge todo. Sin demora ni malhumor, con mucho celo y recogimiento. Casi con obligación impuesta por los dioses para evitar la pérdida o el abandono a su mala suerte.

Entrar en este mundo cuasi de ficción es, sinceramente, sobrecogedor. No das crédito a los ojos. La explosión de sensaciones es tan grande, solamente en volumen, que no te lo crees. Resulta tan intensa la emoción que nunca lo hubieras imaginado. Les hablo de la vida misma de miles de existencias durmiendo el sueño de los justos en un maremágnum de coexistencias improvisadas en un espacio desconcertante. Entiéndanse los restos, ya inhabilitados, de cientos de casas conviviendo a la limón en un concierto (desconcierto) de imposible sinfonía. La vista se dispersa de forma errática con un grado tal de admiración que, sin poderla controlar, llegas hasta el desvarío más grande que te produce mareo. No se puede apenas fijar la mirada. Es abrumador. Todo ello es vida (o lo ha sido al menos) y emoción. Quizás lo más doméstico y rudimentario de la vida, que tienes ante tus ojos, es lo más aséptico y que menos mueble la afectividad (braseros, pucheros, parrillas, badilas…), porque son instrumentos de uso cotidiano que resultan impersonales; el tono emocional asciende cuando aparecen objetos más alejados de tu vida (calentadores antiguos, herramientas agrarias desconocidas, profesiones muertas, etc.) sorprendiéndote sobremanera. Se trata de enseres desconocidos de los que solamente habías oído hablar. Mayor respingo te causan esas estampas de paisanaje cultural humanizado que traduce con rostros historias de otros tiempos (desconocidos para mí…, pero te hablan por igual). La vida detenida en un momento (fotografías, objetos personales, memorias…) y eventos que hicieron vibrar personas (en particular; y a todo un pueblo (fiestas desaparecidas, personas, oficios…).

Desde luego, lo que más te revuelve las vísceras son esas materias muertas (muy vivas) que, como decía Don Marcelino (M. P.), remueven los entresijos de la conciencia. Me refiero a la cartas personales que no han muerto y siguen vivas, donde los moradores de la casa expresan sus alegrías y tristezas, aspiraciones y frustraciones, dolores y sueños, ¡Aaaaaaah…). Qué decir de esos cuadernos infantiles (de hace muchas décadas) donde las primeras letras afloran cómo gotitas de agua, tímida e incipiente, en un manero que se resiste a salir a superficie; cómo entender esos libros personales de cuentas, sopesando las aceitunas y olivos de más de cien años, que en un trajín sin vivir denotan la dura existencia de la Sierra; cómo mirar sin inmutarse los enternecedores apuntes de aquellos avezados estudiantes que hace cien años fueron a estudiar la Universidad Central de Madrid, dejando para la historia enternecedores cuadernillos (de fórmulas, gramática, francés…) escritos de puño y letra; cómo soportar la emotividad de esas maletas de emigrantes…, repletas de ilusiones, que aúllan en el silencio de la tarde los sufrimientos de otro tiempo. ¡Ooooooh, qué sensaciones más fuertes!

Resulta indescriptible, cómo estos hombres dedicados al trasteo recogen todo, absolutamente todo, guardándolo en el baúl de la memoria. No son –queda dicho– anticuarios al uso. Son románticos de la vida que acopian las esencias de un pueblo para guardarlas en bolsas de alcanfor. Cuando le pregunto por qué –en mi ignorancia e ingenuidad–, calla y mira las reliquias como quien custodia con primor un tesoro en el aislamiento de su alcoba. En el silencio de la noche. Lo mira y remira muchas veces a escondidas. Es la vida de todos suspendida en la burbuja del tiempo. No quiere desperdiciar ni un despojo de la vida; no quiere cejar a la muerte ni una brizna. Miro en derredor y tomo conciencia, en una rápida lección de vida, la verdad tan profunda que oculta aquél oficio. Finalmente salgo a la calle acongojado: mirando al cielo de los vivos, después de haber mirado las cosas de los muertos. 


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