Minas del Solado y Las Morras del Cuzna. Patrimonio Cultural

JUAN ANDRÉS MOLINERO MERCHÁN
(Doctor por la Universidad de Salamanca)


HAY BIENES PATRIMONIALES QUE AGLUTINAN DE TODO: geología, economía, arqueología, economía, antropología e Historia. Tal es el legado que nos ocupa. Un apasionante descubrimiento, para quien no lo conozca, y un auténtico semillero de perspectivas interesantes para todos. Los Pedroches constituyen un ejemplo paradigmático en la Historia de asentamientos metalúrgicos. Una historia geológica de la comarca que nos dibuja muy bien la conformación de nuestra tierra en estructuras, materiales y evolución. La singularidad mayor se encuentra, claro está, entre ese bloque granítico del subsuelo que nos define y esas borduras de roquedo metamórfico (pizarras), determinantes del flujo de elementos metálicos residuales (cobre, wolframio, estaño, bismuto, cobalto, níquel…; plomo, zinc y plata). Nuestro pasado minero constituye un emporio antiguo explotado a lo grande. No en vano ha sido vivero de especialistas, porque en las Minas del Soldado y Las Morras se calibran muy bien sistemas ancestrales de explotación y extracción, limpieza de metales, represas, etc. La contemporaneidad nos da una dimensión renovada de las minas, cuando en los ss. XIX y XX se reactivan convirtiéndose en uno de los mayores manantiales de metal del mundo; ahí prevalecen altaneras las últimas chimeneas, casas de máquinas y castilletes varios: Los Poles, San Rafael, La Carolina, Pepita Norte, Engracia, Espartales, La Reservada, etc. ¡Ahh…, nombres sembrados de romanticismo! Al igual que las últimas minas, Roma y el Imperio Islámico no solamente nos dejan vestigios arqueológicos y mineros, sino mucha tradición y leyenda.

Nadie se engañe, el patrimonio cultural fluye a raudales por las grietas de la arqueología de entonces y de ahora. Visitar el legado minero de estos enclaves apasiona por la sencilla razón de poder trasladarnos de facto a otros mundos. Tal vez el pasado lejano se encuentre hundido en las entrañas de la tierra, dormitando el sueño de los justos, pero el reciente pasado minero del s. XIX y XX es pomposo y altanero. Se encuentra a la vista de todos. Cuando llegas al Soldado y Las Morras, sientes en el silencio el ajetreo de una intensa actividad: la algarabía incontenible de una ciudad fantasma que te habla muy alto y claro de lo que allí hubo. Elocuentes edificios que en su arqueología descarnada pregonan a los cuatro vientos el trajín diario de miles de personas. Hablamos de un s. XX descollante de migrantes a Villanueva y Alcaracejos que obnubilan con mucho a las históricas poblaciones, dimensionándolas hasta límites insospechados. Nada extraña que la ciudadela industriosa de El Soldado cuente en sus últimos estertores de materialidad con edificaciones de postín para todo tipo de funciones y competencias mineras: residenciales (cuartelillos), administrativas o de seguridad (cuarteles), ambulatorio, etc.. Aún pueden apreciarse erguidos, en resistencia infinita, pregonando el arte de la casa (las líneas estéticas de la Compañía), La Subestación eléctrica, pivote imprescindible en el mantenimiento de la actividad industrial; la capilla de Santa Bárbara, que apenas pudo mantener en el tiempo su corpulencia; la mansión del director y los ingenieros; cuartelillos de viviendas de unos y otros mineros, capataces y jefazos, que en ello había diferencias y distancias. Porque hasta en la mina, y más en ella que otro lado, hay distingos de mucho fuste: en el oficio, ocio, economía y la vida misma. ¡Ay, si las minas hablaran! Basta con visualizar las escuálidas viviendas de unos y las acomodadas troneras de otros; las pistas de tenis y los ventorros (Antonio Fernández, “El Sordo”…). 



Las Morras constituyen todo un espectáculo natural y minero. Arqueología y Cultura a espuertas. Vale la pena darse un paseo detenido para revivir y reflexionar el trasunto desvaído y apocado de nuestra existencia. Con qué virulencia se aprecia en estos emporios mineros la grandeza y actividad de un día y el fenecimiento de una larga noche de intermitencias. Cuando miras allá en lo alto, te observan silenciosas y calladas las testas erguidas de las minas de María del Carmen y Guadalupe, y sientes desazón a raudales. En el coronamiento de Las Morras el poblamiento es lujo residencial de los mandatarios de postín. Los patios ajardinados con sus fuentes dictan muy alto las calidades de los moradores; los impresionantes miradores te susurran el paisaje,.. y escuchas cosas de otros tiempos; y el calmoso vacío de la mañana te va enseñando paso a paso el trasiego de aquella vida incrustada en la burbuja del tiempo: observando atónito la escuela de Dori en la Capillita de arriba; la jerarquización de viviendas al tenor del poder de los próceres; las piscinas y chabarcones para mitigar los calores del verano; etc. En el bajo resuenan en los barracones, desde la anochecida, los alaridos vocingleros y endemoniados de la gleba ennegrecida, que al son del acordeón y del garrafón olvidan las maldades de la vida. De los amos, que desde arriba les escuchan estridencias durmiendo en la placidez de la noche. Al amanecer resuena la bocina estridente de “El Trenillo” de vía estrecha, en competencia gruesa e incombustible con el ruido, polvareda y devaneo constante de la mina. Pocos se acuerdan ya, cada día menos, de un medio de locomoción de antaño que fue el respiradero para salir de casa y comprar en Peñarroya; atendiendo en un suspiro las urgencias más insobornables. En algunos mayores prevalecen recuerdos de los paseos en la vieja máquina del tren.

Dormidas en el lecho de la Historia yacen, pues, las minas de El Soldado y Las Morras. Con dormidera acuciante, sin que nadie las despierte; soñando entre esbozadas sonrisas con caras angelicales las glorias y miserias de otros tiempos. Entreabriendo los ojos, simplemente, al susurro de algún senderista despistado. Que no sabe nada, o mucho ignora, del pasado inmenso de las sempiternas moradores del lugar. Las minas. 


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