Haberes y deberes

FÉLIX ÁNGEL MORENO RUIZ


No me gusta el victimismo. Nunca me ha gustado, aunque entiendo que no está nada mal como filosofía de vida porque permite achacar a los demás todos los sinsabores que nos ocurren en la vida. Desde luego, hay desgracias que nos vienen dadas, que son cuestión de mala suerte. A veces, resulta que somos la víctima propiciatoria, la carne de cañón de algún desaprensivo o el chivo expiatorio de las culpas ajenas. En ocasiones, nos encontramos en el lugar menos oportuno en el peor momento, y pagamos el pato y la pata. Sin embargo, en otros muchos casos, lo que nos ocurre nos lo hemos buscado con creces. Entonces es muy difícil colocarse delante del espejo y hacer autocrítica, hablarle con sinceridad y gesto severo al reflejo que te observa esperando la bronca. Lo habitual es poner excusas y echar balones fuera. La culpa será siempre de alguien que pasaba por allí o de la proverbial y sempiterna mala suerte o del Estado (ese ente genérico y abstracto al que achacamos todos nuestros fracasos y frustraciones, desde la rotura del pie izquierdo o de la cabeza mientras esquiábamos en una pista cerrada por desprendimientos hasta el conato de ahogo porque nos metimos en el agua cuando ondeaba la bandera roja por culpa de unas olas de seis metros o de una invasión de medusas) o de la justicia (por dejar libres a los chorizos y a los jamones de pata negra) o de la policía (por no hacer su trabajo como Dios manda) o del personal sanitario (por no saber curar y por hacerme esperar en la consulta horas y horas) o de los maestros (por suspender a mi niño que es un portento, se porta estupendamente y no insulta ni acosa) o de los políticos (por ser todos unos corruptos) o del big bang (por estallar antes de tiempo) o del condenado meteorito (por acabar con los pobres dinosaurios, con lo bonitos que eran).

Ahora bien, todo cambia cuando hay que sacar pecho para colgarse las medallas que recibimos por méritos propios o ajenos. Entonces, nadie se esconde. Ni el equipo que gana un partido que previamente ha amañado o que juega con un presupuesto infinitamente superior al de sus rivales, ni el alumno que aprueba los exámenes con un buen surtido de chuletas adobadas y al ajillo, ni el escritor que gana un concurso literario porque se va de copas con los miembros del jurado ni el empresario al que adjudican suculentos contratos a dedo porque es uno de los nuestros. En todos estos casos (y en muchos más), los vencedores levantan (sin rubor y sin pudor) los brazos en señal de victoria y gritan desaforados creyéndose realmente los reyes del mambo porque (ellos sí) se lo merecen con toda justicia.

La lista de los haberes y los deberes.

En una columna: yo, yo, yo…

En la otra: excusas, excusas, excusas…

En fin, está en la naturaleza humana utilizar el ventilador y mirar hacia otro lado ante las responsabilidades (que se lo digan a los altos cargos que, cuando están en el banquillo de los acusados, echan sistemáticamente la culpa a sus subalternos, o a Pinochet, que se hacía el amnésico cuando le preguntaban por los crímenes que había perpetrado en los años de su cruel dictadura) y, por el contrario, no tener abuela (ni abuelo ni tíos ni sobrinos) cuando se consigue algo en la vida.

Son muy pocos lo que tienen la suficiente humildad para aceptar con la boca grande y sin falsa modestia que todos somos seres insignificantes, que la verdadera valía de una persona radica en su generosidad, que es inversamente proporcional al cuadrado de los méritos de los que se presume (que no son, necesariamente, los que se poseen).


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