El tiempo...A su aire

JUAN ANDRÉS MOLINERO MERCHAN




Nada puede extrañar a estas alturas, con las consecuencias directas del cambio climático a flor de piel. En los últimos años vienen reiterándose, por parte de eminencias científicas, la gravedad de la situación en que se encuentra la tierra y sus fenómenos atmosféricos. Los políticos hacen lo propio siguiendo la estela de los primeros de forma retardada con voces altisonantes, pero con muy poca credibilidad, pues ellos quienes pueden poner en práctica los grandes correctivos: emulsiones de gases, vertidos industriales, control de estímulos comerciales que inciden en el medio ambiente, etc. Es cierto que se realizan conferencias de alto standing, y se habla con palabras gruesas y firmes propósitos; y hasta nos hacen creer que sus gobiernos aplican políticas benefactoras contra el cambio climático. Sus discursos son hilarantes, porque todos conocemos bien la realidad, los deshielos polares, los ambiguos cambios estacionales y los tremendos desaliños que diariamente experimentan las grandes ciudades con boinas de contaminación, que convierten sus espacios vitales en cláusulas existenciales de negrura. A diario comprendemos todos que la realidad cambia mucho y de forma muy acelerada respecto a nuestros años de existencia; cuando algunas de las transformaciones medioambientales deberían de producirse en millones de años: ahora resulta descorazonador ver de un año para otro correr ríos descongelados en los polos, elevaciones ostensibles de los niveles de agua del mar, etc. Esa es cruda realidad. El tiempo tan benigno que nos acompaña, con máximas en febrero que son históricas, no es más que un pequeño referente del correlato al que venimos refiriéndonos. Un día sí, y otro también, observamos que las temperaturas caminan por sus fueros sin mesura, que las aguas torrenciales inundan con asiduidad nuestros pueblos y ciudades, destruyendo bienes materiales y ocupando los espacios que les pertenecen. Obviamente ya no son referencias esporádicas que podamos calificar con extrañeza, son la consecuencia directa, continúa y regular de unos comportamientos humanos desastrosos con nuestro entorno. Como bien dice el refrán popular, quien siembra vientos recoge tempestades; y en eso estamos. 
En el tenor de la salvación, y tangencialmente, se apuesta por la vida rural en contra de la plétora urbana que todo lo ha absorbido; cuando de forma inmisericorde se potencian de forma descarnada y triunfalista las sociedades tecnológicas, estilos de vida consumistas y derroteros del pensamiento único y cultura globalizada. Sin embargo, en gran medida contradecimos esa vida quieta y diversificada de nuestros pueblos, pues cada día secundamos con avaricia las fórmulas urbanitas de existencia, el imperio tecnológico y la incontinencia de vidas agitadas. Cuesta creer que tengamos claro lo que queremos; resulta difícil de entender que actuamos con criterios acertados sobre lo que comporta una vida sana en sintonía con el medio ambiente, con estilos de vida saludables, con renuncias al mercantilismo brutal y exacerbado de la sociedad de consumo, que cada día nos aprieta más fuerte: no son solamente las ciudades las que tienen problemas de adicción a los móviles, ni los jóvenes, pues fácilmente observamos diariamente en el campo abultada nómina de personas y pandillas que no solamente van de la mano con los artefactos, sino que a ellos dedican los mayores encuentros de fraternidad segundo a segundo. Todo, absolutamente todo, está relacionado entre sí, aunque no lo parezca. 
Evidentemente, lo ideal se encuentra en el punto medio, siendo capaces de desarrollar una vida satisfactoria en un medio poco alterado materialmente (mejor), compaginándolo con un progreso que nos ofrece una vida mejor en muchos extremos. La cuestión se complica con la dificultad de encontrar ese ámbito de centralidad cuando el progreso se sustenta en una economía que tiene como gran pilar fundamental el consumismo irrefrenable y una sociedad de bienestar entendida en esos mismos parámetros. Actualmente somos incapaces de encontrar la felicidad fuera de los cánones que nos ofrece la tecnología envolvente, que constituye sin duda el recurso más trepidante de la citada sociedad que anhelamos. En términos completamente ingenuos entendemos, con toda la inconsciencia del mundo, que la vida sana de los pueblos es la perfecta cuando nos quitamos de delante los brotes de contaminación, ruido y agobio, de las ciudades grandes, eliminando simplemente el factor cuantitativo (porque allí son muchos, y generan todo eso…), pero realmente seguimos arriostrados de todos los parámetros y estilos de vida urbanita (teléfonos, coches, televisiones, comodidades…, etc.). En términos cualitativos nuestras vidas son idénticas, y hacemos bastante poco por aceptar modelos diferentes y con ciertas renuncias al pujante imperio económico definido. Cierto es que los más afortunados vivimos en pueblos bastante saludables, pero que no nos pregunten sobre los elementos de la naturaleza y su significado, que no los sabemos: que si las aves vuelan bajo…, que si el ruiseñor canta claro de noche o si la flor permanece seca por la mañana; que si la luna está clara. El cambio climático tiene mucho que ver con nosotros y nuestro entorno…, y luego nos extrañamos de que el tiempo ande a su aire.

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