La Virgen de Luna entre el rito y el mito

ARTURO LUNA BRICEÑO


Desde que la edad me sobrepasa, con más años que el cuerpo resiste, me gusta hacer el tramo del camino, que trae a la Virgen de Luna desde su santuario a Santa Catalina, por el recorrido que va desde el Arroyo Hondo al altar mayor de la parroquia. Pero echo de menos las rogativas que tanto me gustaba oír en los años de mi niñez. Aún recuerdo, de los años de hierro y hambre de la década de los cincuenta, las súplicas de la Loba, matriarca de una de las estirpes más conocidas de los arrieros de Pozoblanco, que le pedía a la Virgen: “Virgen de Luna, ten compasión, de tus hijos que están en Francia, y no pueden ver tu procesión”. Rogativa que eran un canto de libertad y valentía. Porque todos sabíamos la causa por la que sus hijos estaban en la tierra de los gabachos. 


Las rogativas eran peticiones públicas, rimadas y cantadas, de las gentes del pueblo que ante la llegada de la madre espiritual, iban a pedirle todas las necesidades que debían de superar o las dadivas que querían alcanzar. Duraban horas y la emoción se palpaba bajo los impresionantes arcos de Santa Catalina. Para mí ese era el momento en que el mito tomaba cuerpo y afloraba con la fuerza impresionante, que los corazones suplicantes, suelen dar a la oración. 
Hoy, ante la usencia del ruego de mi pueblo, pienso que el rito está superando al mito. Que la liturgia se come el sentimiento. Que la parafernalia supera y amortigua el dolor de corazón. Que no hay propósito de la enmienda y que debemos de repetir siempre los mismos pasos y las mismas cosas con las que traemos a la Virgen, y una vez en Santa Catalina, le cantamos un himno y la dejamos con la misma soledad que tenía en su ermita de la Jara. Y pensamos que mañana será otro día y volveremos al rito. 
Ante esta actitud, que los años frenéticos de la saturación de información y uso de la imagen nos han impuesto, vuelvo atrás la mirada y trato de entender a los andaluces que no quisieron o no supieron adaptarse a la los cambios rituales de los tiempos. Me refugio en Ángel Ganivet cuando describió, antes de aplicarse su ley de la eutanasia, la manera de ser de los cordobeses: ”No te dejes vencer por nada extraño a tu espíritu, piensa, en medio de los accidentes de la vida, que tienes dentro de ti una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como un eje diamantino, alrededor del cual giran los hechos mezquinos que forman el diario vivir; y sean cuales fueren los sucesos que sobre ti caigan, sean de los que llamamos prósperos, o de los que llamamos adversos o de los que parecen envilecidos con su contacto, mantente de tal modo firme y erguido, que al menos se pueda decir de ti que res un hombre” Y Ganivet, tras recoger la cita apostillaba: ”Esto es español: y es tan español, que Séneca no tuvo que inventarlo, porque lo encontró inventado ya; solo tuvo que recogerlo y darle forma perenne”. 


Y me retrotraigo a las familias romanas que en ésta tierra de Los Pedroches se convirtieron al cristianismo y transformaron sus templos paganos en monasterios, basílicas y santuarios católicos, que son hoy la presencia de los eremitorios marianos que santifican el Encinar de los Pedroches, y por los cuales entregaron su sangre y alcanzaron la palma del martirio los mozárabes sacrificados en tiempos del Emirato de Abderramán II. Nos hablan de ellos en “Álvaro de Córdoba” y en la crónica del Obispo Recemundo, en el Calendario Cordobés del Año 960, en el que se citan y narran las fiestas de los viejos cristianos de los Pedroches. Aquellos que nos trajeron el mito y que hoy no tenemos en cuenta porque estamos entregados al rito. 
Pienso que el Santuario de la Jara es el cofre donde se encuentra el eje diamantino de nuestra fe mariana. Y es allí donde se concentra la energía de siglos de rezos, creencias y súplicas que nos ayudan a soportar el cotidiano vivir. 
Y volveré todos los inviernos. Cuando sienta la nostalgia del encinar y el ronco tambor que convoca a los seculares rezos. Ecos que invitan a regresar añorando el eterno espíritu de mi Pozoblanco.

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